Ha llovido mucho desde que Erich Fromm publicó Ser o tener, un ensayo profundo y riguroso donde reivindicaba la cultura del ser frente a la cultura del tener. El pensador humanista, heredero del mejor Freud y del mejor Marx, criticaba, con ahínco, la sociedad de consumo, idólatra del tener. No fue el único. Los filósofos de la Escuela de Frankfurt, Theodor Adorno y Max Horkheimer, también criticaron, con convicción, una sociedad donde la razón instrumental lo regula todo y donde se valora a una persona, a una institución o a un país entero por su productividad o por su rentabilidad.
Luego, ya en la primera década del siglo XXI, Gilles Lipovetsky desarma intelectualmente la sociedad del hiperconsumo, donde todo se convierte en objeto de consumo, se consume mucho más de lo que se precisa y donde se vincula estrechamente la felicidad con la capacidad de poseer, de acumular, de gozar de bienes materiales. Una felicidad que califica de paradójica porque sólo quienes tienen capacidad para consumir pueden gozar, provisionalmente,
de tal Estado de bienestar, pero que causa más dependencia y más sed, en lugar de liberar. Es evidente que el ser humano, para poder desarrollarse dignamente, necesita consumir objetos, pero no está hecho para consumir. Más allá del Homo consumens está el Homo sapiens, el Homo ludens, el Homo contemplans. Estamos hechos para amar, para pensar, para gozar, para una pluralidad de actividades que trascienden el poseer.
El singular filósofo coreano afincado en Berlín Byung-Chul Han, una estrella emergente en el panorama germano, también se ha pronunciado críticamente respecto de una sociedad, la nuestra, fundada en el valor del rendimiento y en el binomio explotación-consumo, donde vale más el que más produce, el que más consume, el que más tiene, porque el destino final de esta mentalidad es la fatiga, la sociedad del cansancio, el hastío existencial.
Frente a la cultura del tener que provoca exclusión, discriminación y resentimiento, es fundamental reivindicar la cultura del ser. Desde esta concepción, lo que hace valiosa a una persona no es su capacidad de producir o de consumir, su poder adquisitivo; es su ser, su naturaleza, el carácter único e irreductible de su existencia, o, como repite el filósofo danés, Søren Kierkegaard, su unicidad. La cultura del ser subraya la necesidad de desarrollar el talento oculto de cada persona, activar sus posibilidades latentes para que pueda dar lo mejor de sí misma a la sociedad. Esta tesis tiene su eco en la práctica educativa, pues su objetivo no radica en preparar niños para ser consumidores, sino para ser personas plenamente libres y responsables, capaces de aportar lo mejor de sí mismas a la sociedad y de no renunciar jamás a su unicidad.
Desde la cultura del ser, el fundamento de la felicidad no radica en el consumir; radica en la donación de sí. Este movimiento, paradójicamente, colma a la persona, porque a través de ella experimenta que su existencia no es estéril, que aporta valor a la sociedad.
En la segunda década del siglo XXI emerge un nuevo paradigma, una nueva mentalidad que reacciona críticamente frente a esta cultura del tener que sólo causa frustración y devastación ecológica. Desde este paradigma, se subraya el valor del ser, el cultivo de cada ser humano, de su exterioridad y de su interioridad, de sus cualidades corporales, pero también de sus facultades internas, de la imaginación, la memoria, la voluntad y la inteligencia. En las sociedades más desarrolladas emerge esta sensibilidad posmaterialista, hastiada del hiperconsumo y de la hiperproducción, que atiende a valores personales eclipsados durante décadas, que vela por forjar relaciones humanas de calidad y que cuida el patrimonio cultural, artístico y natural.
La crisis económica que sufrimos ha activado el interés por el tener, pues la lucha por los bienes básicos para subsistir se ha convertido en la preocupación cotidiana de muchos ciudadanos. Es lógico. No puede ser de otro modo. Aun así, es preciso recordar que la cultura del tener no colma las aspiraciones más hondas del ser humano. Garantiza, a lo sumo, el bienestar material, lo cual no es irrelevante en los tiempos que corren, pero desde la cultura del tener no se atisba, ni lejanamente, la felicidad, pues esta sólo se percibe cuando uno puede ser lo que está llamado a ser, cuando puede dar a los otros lo que hay latente en su naturaleza. Esto exige un profundo cambio de orientación en los modos de pensar y de obrar, una revolución silente, pero tenaz, que relativice lo material y lo sitúe en su justo lugar, para subrayar el valor de lo intangible. Desde la cultura del ser, el capital espiritual más relevante de una sociedad son sus ciudadanos, su potencial y su capacidad para innovar, para crear y para transformar lo real.
FRANCESC TORRALBA
F. TORRALBA filósofo y teólogo, director de la Cátedra Ethos de la Universitat Ramon Llull
F. TORRALBA filósofo y teólogo, director de la Cátedra Ethos de la Universitat Ramon Llull
Afortunadamente, empiezan a despuntar personas que creen en la persona y defienden otros valores como el diálogo, la alegría por el bien de los otros, la compasión, la solidaridad y el amor. Luchan a contracorriente. Para hacerlo es necesario un trabajo personal que unifique la mente y el cuerpo en la interioridad y desarrolle todas las dimensiones de la persona.
En nuestras vidas hemos interiorizado pautas de relación y comportamiento que ahora requieren un desaprendizaje, para incorporar otras que nos vinculen con la propia interioridad, no impuestas sino adquiridas por convicción, por creencia personal, porque sin esta convicción no nos podemos comprometer.
Vivimos hacia afuera. Nos importa más nuestra imagen exterior que nuestro interior. Así, tenemos una asignatura pendiente: vivir hacia dentro, mirarnos a nosotros mismos de manera crítica y constructiva. Sócrates afirmaba que para el ser humano no tiene sentido vivir una vida sin examinarla. La experiencia sin preguntas es una experiencia vacía. La capacidad de preguntarnos cosas nos lleva a un autoconocimiento más profundo y al conocimiento del otro. Por lo tanto, hay que hacer una pedagogía del ser, trabajar la atención, la percepción y poder descifrar todo lo que experimentamos.
En la actualidad hay varios programas educativos de trabajo de la interioridad, acompañados de prácticas de respiración que permiten una mayor concentración, atención y quietud desde dentro de uno mismo. Se ha observado que estas prácticas revierten en una mayor concentración y memoria, unificando la mente, consiguiendo menos dispersión mental, conexión entre los diferentes hemisferios cerebrales, revitalización de la energía, fuerza de voluntad, ausencia de ansiedad, seguridad en uno mismo, estabilidad emocional, visión positiva y atención presente.
MARIA ROSA BUXARRAIS
M.R. BUXARRAIS, catedrática de la facultad de Pedagogía de la Universitat de Barcelona
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