es, por tanto, y lamentablemente, un mundo donde muchas veces las identidades no son sino características exteriores dignas de utilizar en un entorno competitivo.
La cuestión de la identidad en su sentido general
Para hablar de la identidad, bien podemos referirnos a ella desde dos planos distintos aunque muy entrelazados, el plano de “la representación social”, y el plano de “la acción social”. En el plano contemporáneo de la representación social, podemos apreciar un mundo en el cual existen, aparentemente, múltiples y diversas formas de ser en él, es decir, múltiples y diversas formas de expresar una o un gran número de determinadas identidades, o dicho en otras palabras, de expresar cualidades, ideas, valores y, en general, todo un complejo universo de estructuras dadoras de sentido que, se supone, nos definen en lo más esencial y constitutivo como personas (al respecto, bien podemos arriesgarnos a afirmar que todas estas formas de expresar la identidad están hoy por hoy, y a decir verdad, enfocadas de una forma excesivamente superficial, es decir, hoy en día la identidad es un asunto excesivamente exteriorizado). Ahora bien, si observamos el plano contemporáneo de lo que vendría siendo la acción social, más concretamente la acción política, la acción mediática y la acción productivo-mercantil, muy seguramente podremos apreciar un mundo donde las identidades se jerarquizan cada día y son utilizadas incluso como recurso de poder, sin decir, claro, que esa sea su finalidad última y absoluta o la más concurrente.
Como se puede apreciar, el asunto de la identidad es demasiado complejo. Por ello, a modo de repaso, podemos decir que para Jorge Larrian (2010), por ejemplo, las identidades son construidas históricamente en un proceso dinámico y permanente y que, por lo tanto, no están dadas como una esencia fija. Regine Robin (1996), afirma que en nuestro mundo actual las identidades son altamente flexibles, pero que a pesar de ello también existen fijaciones identitarias muy fuertes, y que dichas fijaciones son sumamente peligrosas. Bourdieu, por su parte, (1999) considera la identidad como una pulsión, como la necesidad de afirmación de una diferencia que, a su vez, genera grupos sociales específicos y diferenciados. Para Bauman (2005, citados por Inés, Medina y otros: 2014) la identificación es un poderoso factor de estratificación, además, este autor afirma que no todos los grupos sociales tienen la oportunidad de componer y descomponer sus identidades más o menos a voluntad. Ahora bien, para el economista, Amartya Sen (2006), el Yo de una persona se desvuelve en múltiples identidades de las cuales hay que tratar de potenciarlas todas para un adecuado desarrollo del individuo y sus capacidades, sin embargo, cuando una persona o un grupo social se apega mucho a una identidad determinada, puede generar esto tensiones con otros grupos u otras personas. De esta forma, la identidad, a lo largo de la historia, ha sido foco y origen, para este autor, de muchas guerras y múltiples formas de violencia contra quien se considera diferente.
Lo que ha sido muy poco abordado en su cuestión social, es el tema de la identidad como estructura esencial y primaria. Claro, únicamente se habla de la identidad como construcción social occidental contemporánea. Por ello, no se habla en lo social-académico de la identidad de “ser vivo”, de la identidad de “ser persona”, la identidad de “ser capaz de expresar emociones”. Se prefiere hablar de la identidad de escuchar un determinado tipo de música o de pertenecer a una muy concreta filiación política. Esto, en gran parte, debido al temor de las ciencias sociales, de la sociología y de la epistemología actual en general, de objetivar en su aspecto social los procesos metafísicos y esenciales de la condición humana, que, de cualquier forma, también pueden ser un hecho social (Guerrero: 2013).
En un mundo con una proliferación indistinta de identidades y una carencia de valores de comunicabilidad y cercanía
La cuestión de la identidad es considerada tanto en el ámbito psicológico, en el social o en el filosófico, como un asunto humano sumamente complejo y abarcador. A pesar de ello, esta, como ya habíamos afirmado, es considerada principalmente de dos formas en la mayor parte de los entornos y las comprensiones sociales. Una, como un conjunto de características exteriores que son capaces de resumir un gran conjunto de códigos culturales e incluso una historia común. Características tales como la ropa, el peinado o los mismos gestos cotidianos de una persona. Y dos, la identidad es vista como un conjunto diverso e indistinto de construcciones discursivas, tales como lo son las importantes categorías jurídicas y sociopolíticas de “nacionalidad” y “ciudadanía”.
Ninguna de dichas dos formas alternas y a su vez complementarias de comprensión, cabe decir, se preocupa demasiado por observar lo humano desde las dimensiones más esenciales y primarias que mencionaba anteriormente, o, por lo menos, hay que decir que dichas formas dan una mayor prioridad a sus propios esquemas exteriores que a los valores de comunicabilidad y cercanía. Tanto es así que hoy en día se da el caso de que la categoría de “ciudadano”, prima sobre la de “persona”, y por esa razón es común que se excluya de la sociedad, por ejemplo, a una persona que no tenga un documento que certifique su condición de ciudadano (Suárez-Navaz: 2007).
Por otra parte, hay que tener en cuenta que hoy en día estamos expuestos a una gran proliferación de identidades, y que incluso al mercado mismo le gusta crearlas a montones y ofrecerlas en masa, como ofreciendo cualquier otra cosa. Bien podemos preguntarnos entonces, ¿cuántas identidades no son sino una construcción de las dinámicas del mundo actual? Claro, no digo que todas las identidades estén expuestas a ello o que estén cien por ciento influenciadas por las dinámicas del mercado. Hay que considerar que muchas identidades son, asimismo, una especie de asidero en un mundo desencantado y que considera que no existe una verdad única y suprema, y que asuntos como la religión o la ciencia, por ejemplo, no son sino construcciones humanas bastante limitadas. Es decir, puede que en un mundo cuyo contexto histórico se caracterice por una fuerte crisis de sentido (Berger y Luckmann: 1997), requiera de un gran acervo de elementos identitarios que den cierta seguridad ontológica.
Otras identidades, por cierto, parecen ser características innatas de las personas, como las habilidades propias, o aquellas que siempre han acompañado a la humanidad en su camino a través de la historia. No obstante, hacer un uso adecuado de un despliegue de habilidades diversas ya no es suficiente para abrirse camino poco a poco en los actuales entornos competitivos. Este es un mundo donde existe una jerarquización simbólica, es decir, donde las habilidades se tienen que demostrar con un diploma o un documento similar, incluso los antiguos oficios que en antaño se realizaban con el conocimiento práctico y para obtener cierta subsistencia, lamentablemente, ya no se pueden ejercer tan libremente. Incluso muchos productos que son característicos de ciertas identidades, pueden llegar a ser patentados de un momento a otro. Una habilidad, por tanto, puede llegar a ser la puerta a una determinada identidad, no obstante, vivimos en un mundo con una regla sumamente excluyente, discriminatoria y contundente: “una gran parte de las identidades sociales necesitan ser demostradas de forma institucional”.
Sobre las jerarquizaciones simbólicas que hacen del ciudadano y de las identidades un mero recurso de poder
Estamos tan inmersos en una época de difusión de discursos, sentidos e identidades, que este es un mundo que necesita mucho más de cierta construcción específica de ciudadanos legitimados que puedan, por ejemplo, votar, cada cierto período de tiempo, que personas que puedan hacer libre uso de los instrumentos de gobernabilidad, como los proyectos de ley o la toma de decisiones internacionales (tanto es así que es muy común y a nadie se le hace particularmente raro o extraño que dos Estados entren en conflicto únicamente porque sus dos mandatarios principales están en desacuerdo). Sí, podemos ser ciudadanos del mundo pero no participar de las decisiones o ser reconocidos como personas.
O en otras palabras, se puede ser ciudadano, se puede apelar al vínculo de nacionalidad, pero, de una u otra forma, en la actual evolución histórica de los Estados, dichas categorías sirven meramente como recursos. Un gobierno puede apelar a la idea de nacionalidad, por ejemplo, para tener recursos de guerra (como en las dos guerras mundiales del siglo XX), o para mantener un orden institucional dado de cosas. Claro, como contraparte se obtienen beneficios inmensos como un gran aparato que brinda seguridad, soporte y protección de la limitada gama de derechos que hoy en día se presuponen básicos, no obstante, hasta en la misma forma de transportarse en las grandes ciudades muchas veces se evidencia que como ciudadanos somos en gran parte meros recursos de poder, en lugar de personas.
Y siendo así, hablar de cambio o altermundismo es excesivamente difícil. Hasta los movimientos altermundistas se encuentran fragmentados en múltiples y diversas identidades grupales, y no hay una unión para un cambio, de hecho, hay tantos grupos diversos con intereses en disputa, que hoy en día es un poco difícil que pueda acaecer una gran guerra como como las dos tan mencionadas del siglo pasado, en las que necesariamente se necesitaban alianzas más o menos claras para entrar al campo de combate.
Ya para terminar, se puede decir que las identidades están muy exteriorizadas y jerarquizadas en un mundo en el cual existen elementos de prestigio, de altos estudios y de diversos elementos que sirven como capital social y que no se distribuyen de forma igual. A razón del espacio, lamento no poder haber profundizado como es debido el concepto de “capital social” (eso sí, de cualquier forma, debemos recordar que es la distribución de los distintos tipos de capital lo que configura la estructura del espacio social y determina las oportunidades de vida de los agentes sociales (Fernández: 2012)), y hay que tener en cuenta que un tema como el de “la identidad” se queda corto para un ensayo de esta brevedad. Finalmente, a modo de opinión personal, no puedo dejar pasar esta oportunidad para decir que muy a menudo se da el caso en el cual sueño con un mundo distinto, un mundo donde no sea la categoría de hombre, o mujer, o cristiano, o sociólogo, o político, entre muchas otras, la que se anteponga en el trato diario sobre todas las demás, sino simple y llanamente la categoría de ser humano, de ser humano que siente, que vive y que sueña en este mundo.
Publicado por: Miguel Ángel Guerrero Ramos
Bibliografía
BAUMAN, Zygmunt 2005 Identidad. Losada: Buenos Aires.
ROBIN, Regine Identidad, memoria y relato. La imposible narración del sí mismo. Sec. De Posgrado Fac. de Ciencias Sociales/CBC, 1996.
BOURDIEU, Pierre, 1999 La miseria del mundo. Fondo de la Cultura Económica: Buenos Aires.
GUERRERO, Miguel Ángel, (2013). El mundo de hoy y los entornos virtuales. Editorial Eumed.com
LARRAIN, Jorge (2010). “Integración, globalización e identidad” Revista Serie Convivencias.
FERNÁNDEZ José Manuel (2013). Capital simbólico, dominación y legitimidad. Las raíces weberianas de la sociología de Pierre Bourdieu. Papers 2013, 98/1 33-60.
INÉS Kaen Claudia, Medina Carlos, Palavecino Gabriela, Cruz Romina, Miriam Giménez, Soria Natalia, Vega Gisella y Tejerina Héctos, (2014), Identidades en la pobreza… un análisis de los protagonistas… En: margen N° 72 – marzo 2014.
BEGER, Peter L.; Luckmann, Thomas (1997). Modernidad, pluralismo y crisis de sentido: la orientación del hombre moderno. Ediciones Paidós Ibérica.
SEN, Amartya K. (2006). Identity and Violence: The Illusion of Destiny. New York: W.W. Norton, 2006.
SUÁREZ-NAVAZ, Liliana; Macià Pareja, Raquel y Moreno García, Ángela (eds) (2007): La lucha de los sin papeles y la extensión de la ciudadanía. Madrid: Traficantes de sueños.
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http://ssociologos.com/2014/11/25/desnaturalizando-el-capitalismo-simbolico-el-drama-estrepitoso-e-indefinido-de-las-identidades/
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