Si le preguntáramos a un grupo de madres cuál ha sido uno de los momentos de mayor dolor físico sufrido en sus vidas posiblemente contestarían aquel provocado por el parto. Sin embargo, si se las interrogara acerca del momento de mayor gozo probablemente referirían el mismo hecho visto desde los ojo del amor maternal. (Flickr.com)
Podrás alzar mis ojos hacia el llanto,
secar mi lengua, amordazar mi canto,
sajar mi corazón y desguazarme.
Pero nunca podrás acobardarme.
Puedo amar en el potro de tortura.
Puedo reír cosido por tus lanzas.
Puedo ver en la oscura noche oscura.
Llego, dolor, adónde tú no alcanzas.
Yo decido mi sangre y su espesura.
Yo soy el dueño de mis esperanzas.
José Luis Martín Descalzo
Si le preguntáramos a un grupo de madres cuál ha sido uno de los momentos de mayor dolor físico sufrido en sus vidas posiblemente contestarían aquel provocado por el parto. Sin embargo, si se las interrogara acerca del momento de mayor gozo probablemente referirían el mismo hecho visto desde los ojo del amor maternal.
¿Hay ejemplo más claro y contundente de que el dolor amado se transforma en vida? Las situaciones de dolor, de desilusión, de adversidad son propias de la condición humana. Por más que uno luche por ahuyentarlas, formarán parte de nuestro recorrido y del de nuestros seres queridos tarde o temprano, en menor o mayor medida.
En el film animado “Buscando a Nemo” (Pixar, 2003), en el que un pez payaso llamado Marlin comienza una desesperada aventura por los mares para lograr dar con su hijo capturado por los humanos, se da un diálogo fundante. El papá en un momento de zozobra suelta la frase: “¡Es que yo quería que a mi hijo no le pasara nada!” Dory, su desmemoriada compañera de viaje, le contesta con sabia inocencia: “¿Nada? Pobrecito, ¡qué vida aburrida!” Se tratará entonces de comprender que no es cuestión de empecinarse en borrar las vicisitudes del guión de nuestra existencia sino más bien de direccionar la energía en cómo transitarlas.
Sustituir el “¿por qué me pasa esto a mí?” por un “¿para qué me pasa?” que le otorgue sentido, claro que para poder hacer pie en esta última variable necesitamos comprender lo que nos sucede a través del valor del tiempo. Con respecto a esta cualidad saludable, desde la psicología positiva se ha acuñado un término derivado de la ingeniería denominado resiliencia.
La re-siliencia es la capacidad que poseen ciertos metales de recobrar su forma original luego de haber experimentado la acción de una fuerza que los deformaba. Lo mismo sucede con las personas: portamos en nuestro interior una capacidad que muchas veces desconocemos, la de sobreponernos a las heridas, las dificultades, los obstáculos pudiendo, en caso de activar esta virtud, salir de ellas fortalecidos y habiendo encontrado incluso un sentido que nos permita alcanzar niveles más maduros de nuestra existencia.
Un ejemplo de quien supo vivir el valor de la resiliencia es el de Randy Pausch (1960–2008), un ingeniero informático norteamericano a quien se le detectó a sus 46 años un agresivo cáncer de páncreas contra el cual combatió durante dos años. Lejos de dejarse vencer por la angustia se empecinó en dejar un mensaje de vida esperanzador y optimista.
En un ciclo denominado “La última conferencia”, en el cual los profesionales debían ofrecer una suerte de testamento intelectual, dictó la suya titulada “Cómo alcanzar los sueños de tu niñez”1. Lo que nadie sabía era que para Randy el nombre del ciclo era literal. Mencionaba claves esenciales: una buena familia, no darse por vencido frente a los obstáculos, no quejarse, ser agradecido, perseguir los propios sueños, vivir la alegría.
En 2008 fue elegido una de las cien personas más influyentes del año por su mensaje de vida basado en la resiliencia y su libro La última lección (Grijalbo, 2008) se convirtió en best seller tras su muerte. Otro caso es el del equipo de rugby uruguayo que cayó con su avión en la Cordillera de los Andes, a más de 4.000 metros de altura.
Los jóvenes lograron sortear innumerables problemas (muerte de los amigos heridos, nieve y temperaturas bajo cero, falta de alimento, aludes, cese de la búsqueda oficial, etc.) para dar ellos mismos con la civilización y protagonizar su propio rescate, luego de 72 días. Explican la antropofagia obligada y tan polémica con una claridad espiritual asombrosa: “Hicimos un pacto de amor, nos dijimos el uno al otro: si yo muero y mi cuerpo sirve para alimentar a mis amigos, cuenten con él: yo saldré vivo en ustedes” 2.
La historia de Nando Parrado, uno de los 16 sobrevivientes, es increíble. En el momento del impacto quedó inconsciente, sus amigos lo dieron por muerto y lo dejaron a un costado del avión, con una importante herida abierta en su cráneo. Gracias al contacto de su cabeza con la nieve, su herida coaguló, Nando despertó y fue el líder que finalmente encabezó la proeza durante la expedición final.
Me toca más de cerca compartir la inspiradora re-siliencia de Bayan Mahmud, un joven africano que fue víctima de los conflictos armados entre las tribus de su natal Cape Coast, ciudad costera del sur de Ghana, quien presenció el asesinato de sus padres en su propia casa. Fue llevado con su hermano a un orfanato donde la violencia nunca cesó.
Un nuevo enfrentamiento derivó en que Bayan, con apenas 16 años, y gracias a su instinto de supervivencia decidiera huir, corriendo literalmente por su vida, llegando a la orilla del mar y subiéndose de polizón a un barco sin conocer nada más de su rumbo, su suerte o su destino. Luego de tres semanas, escondido en el lugar donde se guarda el ancla y comiendo lo que su imaginación le propuso, arribó a costas desconocidas: Puerto Madero, en Buenos Aires.
Un taxista compasivo lo llevó al centro de la ciudad y algún africano que se cruzó lo guió hasta lograr ser un peticionante de refugio y conseguir un tutor de la Defensoría de la Nación de nuestro país. Bayan lleva el fútbol en la sangre y así fue que jugando un picado en una plaza porteña fue detectado por los cazatalentos y llevado a una prueba en Boca, donde se presentan casi mil chicos por año.
Hoy Bayan juega en las divisiones inferiores del club de la ribera, reside en la famosa Casa Amarilla y anhela ser el primer jugador negro de la Selección Argentina. Conozco a Bayan personalmente. Pocas veces vi un rostro tan sonriente y agradecido. Cierta vez, comiendo con él en casa mi hijo, por entonces un bebé, rompió en llanto.
Bayan me pidió autorización para calmarlo. Tomó a mi hijo en sus brazos, lo miró como quien sabe como nadie de lamentos y entonó una canción en akan, su lengua originaria, una melodía con aroma a brisa de mar que fue calmando a Arturito y a sus papás.
Cada vez que siento que la vida me ha propinado un cachetazo y estoy tentado a declinar, recuerdo esa melodía. Una música en mi interior que resuena recordándome que podemos conquistar una actitud de esperanza si hacemos ejercicio activo de ese don del que ha sido dotado todo ser humano: la resiliencia.
Arturo Clariá. - www.valoresvivos.org
Psicólogo clínico y educacional
http://www.lagranepoca.com/34164-resiliencia-que-da-esperanza
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