6 de noviembre de 2014

La Pseudoidentidad

- Mónica Cavallé


Si somos en todo momento y en esencia esa plenitud, ¿por qué no la vivimos? ¿Por qué la experiencia cotidiana de tantas personas parece tan alejada de lo que aseveran sobre nuestra naturaleza profunda muchas de las grandes tradiciones sapienciales?

Estas mismas tradiciones responden a esta pregunta afirmando que es así porque hemos olvidado quiénes somos y vivimos sugestionados creyendo ser lo que no somos. Nos hemos identificado con ciertos contenidos de nuestra experiencia, nos volcamos en los objetos de conciencia, y hemos olvidado, obviado, al percibidor puro. Esta confusión e identificación de la Conciencia pura con ciertos contenidos de conciencia se expresa verbalmente bajo la forma: “Yo soy esto”, “esto es mío” (“yo soy justamente este organismo, ciertos rasgos físicos y temperamentales, mis supuestas cualidades o defectos, mi biografía, mis tenencias, logros, ideas, ideales, creencias, recuerdos, expectativas, hábitos, deseos, esperanzas, etc.”). Se forja de este modo el yo superficial, que no es más que el acto falaz por el que nos identificamos o confundimos de forma exclusiva con una representación objetiva de nosotros mismos en la que ciframos erradamente el sentido último

de nuestra identidad.

Señalábamos que todos tenemos un sentido directo y absolutamente inmediato de lo que cabría denominar nuestra Presencia ontológica, que puede expresarse verbalmente con las palabras: “Yo soy”. Sencillamente somos, y nuestro ser se saborea a sí mismo de un modo perfectamente directo y autoevidente. Aludimos, por tanto, a una Presencia ontológica real, no a un constructo mental; a una sensación de ser como experiencia directa de nuestra propia Presencia, no a una idea o creencia sobre quienes somos.

Pero lo habitual, cuando no hemos despertado a lo que realmente somos, es cifrar el sentido de nuestra identidad en nuestra autoimagen, identificarnos con un constructo mental: nuestra imagen corporal, nuestro concepto de nosotros mismos, nuestra máscara social, en resumen, cómo nos vemos y cómo creemos que nos ven los demás. Nos confundimos con cierta representación mental a la que denominamos “yo”. Ahora bien, nuestro sentido de identidad no puede proceder de una imagen cambiante que solo existe, de hecho, cuando pensamos en ella y nos identificamos con ella. En efecto, la representación que tenemos de nosotros mismos ha cambiado desde nuestros primeros años y seguirá cambiando. También nuestro cuerpo y los contenidos de nuestra mente han cambiado. Sólo lo que nos permite sentir en cada momento “yo soy” es perfectamente autoidéntico. Por eso es lo único que merece ser denominado “identidad” en un sentido radical. Esta diferencia queda patente en la distinción entre el yo —el sentido puro “yo soy” sin atributos— y el mí (mi cuerpo, mis pensamientos, mis emociones, mi biografía….). ¿Quién dice “mí”? Yo.

Denominaremos yo idea a la descrita confusión de la propia identidad con una autoimagen. Si bien los factores psicobiográficos no explican en ningún caso la razón de ser (de alcance ontológico) de la dinámica intrínseca al desenvolvimiento de la conciencia que nos conduce a confundimos con ciertos objetos y a olvidarnos como perceptor puro, sí contribuyen a reforzar esta dinámica y sí explican en buena medida por qué construimos un yo idea y no otro. Demasiado a menudo, la educación que recibimos y el proceso de socialización no colaboran al reconocimiento del milagro presente en el simple hecho de ser, sin más, como una expresión gratuita, singular y única de vida, inteligencia y afectividad. El mensaje que recibe el niño con frecuencia, generalmente de forma indirecta, es que su ser no posee un valor absoluto e incondicional, que su valor radica en que sea y se comporte de una determinada manera, y que su identidad está en juego en el proceso de llegar a ser, o no, de esa determinada manera.

El contenido del yo idea se va configurando desde la infancia. El niño interioriza un determinado patrón de ser y de conducta, y se compara con él para saber quién es y cuál es su valor. En función de lo que concluye sobre sí, y de lo que el entorno le dice sobre sí, comienza a configurar su autoimagen, el conjunto de creencias que considera que lo definen (“soy bueno o malo, torpe o inteligente, adecuado, insociable…; soy el que se comporta así o asá, el que tiene estos miedos y estas ambiciones…”). De este modo, el centro de gravedad del sentido del yo se traslada: de la experiencia directa y auténtica de uno mismo a la mente. Pues es la mente la que retiene el modelo y las creencias e imágenes sobre sí (e indirectamente sobre la realidad) que confunde con su verdadera identidad.

Cuando nos identificamos con el yo idea nos desgajamos de nuestro fondo esencial. Esta desconexión de nuestro fondo —de naturaleza psicológica, no ontológica, pues nunca dejamos de ser lo que somos— se vivencia a lo largo de nuestra vida, en expresión de A. H. Almaas, como una sensación de vacío deficiente, un vacío que se corresponde con una desconexión mayor o menor de una o varias de nuestras cualidades esenciales:

Un vacío de ser, que se traduce en sentimientos de no ser suficiente, de insignificancia, de vergüenza, de infravaloración, en pérdida de confianza básica en la realidad. Un vacío de energía y de fuerza esenciales: mengua la vitalidad, la capacidad de jugar y de expresarse por el gusto de hacerlo, el entusiasmo; hay impotencia, pérdida de voluntad y de asertividad, inhibición de la combatividad. Un vacío de afecto: disminuye la capacidad de amar, de gozar, de crear y de percibir la belleza, de experimentar alegría de vivir. Un vacío de inteligencia: se debilita la capacidad de ver por nosotros mismos y de actuar en función de lo que vemos, lo que se traduce en desorientación y falta de criterio. Etc.

Estos vacíos son fuente de sufrimiento psicológico. Buscamos, por tanto, eludirlos o llenarlos. Y lo intentamos de tres maneras fundamentales:



a) Pretendemos llenarlos desde fuera, es decir, nos sentimos esencialmente carentes (pues no encontramos dentro de nosotros la fuente del amor, de la voluntad, del criterio, etc.), por lo que buscamos y demandamos que el exterior nos proporcione lo que demandamos: amor, energía, orientación, motivación, estímulo, reconocimiento, aprobación, criterio, etc. Dicho de otro modo, en la misma medida en que no vivimos directa y conscientemente nuestro fondo, lo proyectamos al exterior y esperamos que esas cualidades nos vengan desde fuera. Terminamos cayendo de este modo en una actitud de dependencia pasiva con respecto al exterior que nos impide adueñarnos de nosotros mismos. Nos sentimos valiosos si recibimos del exterior la confirmación de nuestra valía, cuando alguien ve y reconoce nuestro valor; si recibimos afecto, nos alegramos; si no, nos entristecemos; ante los estímulos positivos, respondemos positivamente, ante los estímulos que juzgamos negativos, lo hacemos negativamente; etc. Quedamos a merced de lo externo, de lo que no depende de nosotros, y dejamos en buena medida de ser focos activos de nuestra propia existencia.

b) Proyectando nuestra plenitud en el futuro. La primera consecuencia de la identificación con el yo idea es la sensación de limitación y separatividad. El yo, al confundirse con una imagen mental de sí, se limita, pues ya no se vivencia desde su ser real sino desde la mente. Pero esta vivencia limitada del yo no responde a la intuición de plenitud que éste reconoce veladamente como su naturaleza profunda, y a la que, por ello, no le es posible renunciar. Como ha perdido el contacto con esa plenitud en el presente, el yo superficial necesita proyectar la posibilidad del logro de la misma en el mañana; para ello, elabora otra idea que ubica en el futuro, la de lo que cree que ha de llegar a ser, tener y experimentar para alcanzar la plenitud que anhela. Se configura de este modo el yo ideal, una imagen idealizada del yo que se compone de aquellos rasgos que neutralizan lo que ahora se percibe como una limitación o como insuficiente. El que se ha sentido o se siente débil, fantaseará con fortaleza y poder; el que se ha sentido desairado, con llegar a ser una gran personalidad para impresionar a los demás; aquel para quien en su autoimagen es central la bondad, con engrandecer el yo encarnando un elevado ideal moral o espiritual; etc. El yo idea, lo que creo ser, se complementa necesariamente con otra idea, la de lo que creo que he de llegar a ser, el yo ideal. Imaginamos que, cuando realicemos el yo ideal, alcanzaremos la plenitud que demandamos. Este yo ideal puede ser tosco o sutil, puede tener ambiciones materiales o supuestamente altruistas o espirituales; esto no modifica su carácter ilusorio.

El juego entre el yo idea y el yo ideal, entre lo que creemos ser y lo que creemos que hemos de llegar a ser, define el argumento del yo superficial. Consciente o inconscientemente orientamos nuestra vida a la consecución de ese yo idealizado, lo que define unos objetivos y una escala de valores desde los que interpretamos lo que acontece como positivo o negativo para nuestra identidad.

c) Las falsas cualidades. Hay una tercera forma, particularmente sutil, con la que intentamos llenar esos vacíos: con pautas de conductas compensatorias que imitan las cualidades esenciales, es decir, llenamos el vacío de cualidades esenciales con falsas cualidades, con falsos valores.

Por ejemplo, la pérdida de conexión con nuestra inteligencia profunda se suple con la acumulación de conceptos y teorías, con un exceso de erudición y racionalización. La pérdida de fuerza esencial, ocultando la propia vulnerabilidad y haciendo alardes de fuerza. El vacío del amor puede compensarse con sentimentalismo y muestras externas afectadas de excesiva solicitud amorosa. La desconexión con la voluntad esencial, con tozudez o con una conducta obstinada que pretende evitar la angustia que acompaña a la pérdida de confianza básica. La pérdida de contacto con nuestro valor incondicional, pretendiendo perfección, eficiencia y utilidad. Etc.

La expresión espontánea de nuestro fondo se suple, de este modo, con una conducta no genuina ni creativa, con imitaciones de las verdaderas cualidades. Se llenan de este modo falsamente dichos vacíos.

Es fundamental distinguir entre las cualidades que son expresión directa de nuestro fondo, las cualidades esenciales reales (las cualidades básicas: ser-energía, inteligencia y amor, y todo el espectro de cualidades derivadas: coraje, compasión, bondad, etc.) y las falsas cualidades. No resulta sencillo, pues, con frecuencia, una falsa cualidad resulta más reconocible que la verdadera cualidad dado que se ajusta al correspondiente cliché. La expresión de la cualidad real, de hecho, no suele ser obvia en una primera impresión para las personas poco penetrantes, pues no suele responder a los estereotipos asociados a ella.

Un extracto de ‘Espiritualidad No-Dual: El Camino Sin Camino’





(Fuente: http://www.aletheiazaragoza.com/Ponencia_Monica.htm#_ftn7)



http://presenciaconsciente.tumblr.com/post/101694716742/la-pseudoidentidad

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