Al oír hablar del espacio interior
quizás usted se disponga a buscarlo, pero si lo busca como si se tratara
de un objeto o una experiencia, no podrá encontrarlo. Ese es el dilema
de todas las personas que buscan la realización espiritual o la
iluminación. Jesús dijo, “El reino de Dios no vendrá con señales que
puedan observarse; tampoco dirán, ‘Ha llegado’ o ‘Aquí está, porque el
reino de Dios está entre ustedes”.
Cuando no pasamos la vida
insatisfechos, preocupados, nerviosos, desesperados o agobiados por
otros estados negativos; cuando podemos disfrutar las cosas sencillas
como el sonido de la lluvia o del viento; cuando podemos ver la belleza
de las nubes deslizándose en el cielo o estar solos sin sentirnos
abandonados o sin necesitar el estímulo mental del entretenimiento;
cuando podemos tratar a los extraños con verdadera bondad sin esperar
nada de ellos, es porque se ha abierto un espacio, aunque sea breve, en
medio de ese torrente incesante de pensamientos que es la mente humana.
Cuando eso sucede, nos invade una
sensación de bienestar, de paz vívida, aunque sutil. La intensidad varía
entre una sensación de contento escasamente perceptible y lo que los
antiguos sabios de la India llamaron “ananda” (la dicha de Ser). Al
haber sido condicionados a prestar atención a la forma únicamente,
quizás no podamos notar esa sensación, salvo de manera indirecta. Por
ejemplo, hay un elemento común entre la capacidad para ver la belleza,
apreciar las cosas sencillas, disfrutar de la soledad o relacionarnos
con otras personas con bondad. Ese elemento común es la sensación de
tranquilidad, de paz y de estar realmente vivos. Es el telón de fondo
invisible sin el cual esas experiencias serían imposibles.
Cada vez que sienta la belleza, la
bondad, que reconozca la maravilla de las cosas sencillas de la vida,
busque ese telón de fondo interior contra el cual se proyecta esa
experiencia. Pero no lo busque como si buscara algo. No podría
identificarlo y decir, “Lo tengo”, ni comprenderlo o definirlo
mentalmente de alguna manera. Es como el cielo sin nubes. No tiene
forma. Es espacio; es quietud; es la dulzura del Ser y mucho más que
estas palabras, las cuales son apenas una guía. Cuando logre sentirlo
directamente en su interior, se profundizará. Así, cuando aprecie algo
sencillo, un sonido, una imagen, una textura, cuando vea la belleza,
cuando sienta cariño y bondad por otra persona, sienta ese espacio
interior de donde proviene y se proyecta esa experiencia.
Desde tiempos inmemoriales, muchos
poetas y sabios han observado que la verdadera felicidad (a la que
denomino la alegría de Ser) se encuentra en las cosas más sencillas y
aparentemente ordinarias. La mayoría de las personas, en su búsqueda
incesante de experiencias significativas, se pierden constantemente de
lo insignificante, lo cual quizás no tenga nada de insignificante.
Nietzsche, el filósofo, en un momento de profunda quietud,
escribió: ”¡Cuán poco es lo que se necesita para sentir la felicidad! …
Precisamente la cosa más mínima, la cosa más suave, la cosa más liviana,
el sonido de la lagartija al deslizarse, un suspiro, una brizna, una
mirada, la mayor felicidad está hecha de lo mínimo. Es preciso mantener
la quietud”.
¿Por qué es que la “mayor felicidad” está hecha de “lo mínimo”?
Porque la cosa o el suceso no son la
causa de la felicidad aunque así lo parezca en un principio. La cosa o
el suceso es tan sutil, tan discreto que compone apenas una parte de
nuestra conciencia. El resto es espacio interior, es la conciencia misma
con la cual no interfiera la forma. El espacio interior, la conciencia y
lo que somos realmente en nuestra esencia son la misma cosa. En otras
palabras, la forma de las cosas pequeñas deja espacio para el espacio
interior. Y es a partir del espacio interior, de la conciencia no
condicionada, que emana la verdadera felicidad, la alegría de Ser.
Sin embargo, para tomar conciencia de
las cosas pequeñas y quedas, es necesario el silencio interior. Se
necesita un estado de alerta muy grande. Mantenga la quietud. Mire.
Oiga. Esté presente.
Eckhart Tolle
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