Ante el sufrimiento inevitable, la actitud más eficaz es la de incrementar la conciencia de la situación que lo está produciendo.
Frecuentemente, reaccionamos frente al dolor psíquico intentando esquivarlo de cualquier manera. Solemos negarlo, reprimirlo, engañarnos... el caso es tratar de librarse de él. Sin embargo, el sufrimiento, cuando es inevitable, vuelve una y otra vez, simple y llanamente porque es parte integrante de la realidad que tenemos que vivir. Pero sólo afrontándolo conscientemente es posible transformarlo en energía que nos vivifique en lugar de destruirnos.
Cuando sufrimos, es conveniente preguntarse, ¿quién sufre en realidad? Es nuestro pequeño yo, con el que la conciencia se ha identificado transitoriamente, quien se atribuye el sufrimiento. En este proceso psicológico, en el que el sufrimiento se genera, es posible distinguir tres niveles. El nivel cognitivo, en el que una situación vivida es interpretada de una determinada manera y dicha interpretación genera el dolor. El significado que atribuimos a lo sucedido (la interpretación) es la obra del ego, su aportación a la génesis de la aflicción. Con una interpretación diferente de los acontecimientos, el ego no se sentiría dañado. Pero con esa interpretación lesiva, surge la emoción que causa el dolor psíquico, que representa el segundo nivel. Y en tercer y último lugar, esa emoción, ese dolor, se proyectan en el cuerpo, produciendo reacciones viscerales, hormonales, motoras... que, a su vez, si son suficientemente intensas o duraderas, pueden dejar huellas en la memoria somática de la persona, acompañándola incluso durante toda su vida.
Si nos fijamos en el origen de todo el proceso, nos encontramos invariablemente con el ego, con ese punto de vista que ha originado la interpretación. Una interpretación es siempre el resultado de un punto de vista, de una perspectiva concreta. Por ejemplo, según la distancia, los objetos se ven de un tamaño o de otro. Una moneda situada muy cerca del ojo puede taparnos casi todo el campo visual. Si la vamos alejando del ojo cada vez más, la iremos viendo progresivamente más pequeña. A cierta distancia, será tan sólo un punto apenas perceptible y, si nos separamos todavía más, habrá desaparecido por completo, ya que nuestra capacidad visual no alcanzará a apreciar su existencia. Nuestro pequeño yo (ese hábil creador de interpretaciones) es quien adopta una perspectiva, un punto de vista. Ve las cosas según el lugar en el que se coloca. Las cosas no cambian, pero su manera de verlas si que lo hace.
La conciencia, en su estado habitual, se identifica con el punto de vista del yo pequeño y limitado. Cuando desde ese lugar se contempla el mundo como sufrimiento, la conciencia se satura de esa noción dolorosa y nos la hace vivir. Sufrimos. Si somos capaces de incrementar la conciencia y de distanciarnos de lo que sucede, el alivio es casi inmediato. La emoción comienza a remitir. Y si seguimos incrementando la conciencia, ésta, libre de la identificación egoica, va haciéndose consciente de si misma; de su propia naturaleza atemporal, de su quietud intrínseca, de su universalidad sin limites, de su profundidad y riqueza. Aquella situación hiriente, que contemplada desde la perspectiva del yo nos producía un dolor apenas soportable, ha ido transformándose en un pequeño accidente del misterioso y siempre cambiante paisaje de la realidad manifiesta. Si lo consideramos desde el punto de vista de la energía, lo que ha sucedido es que cuando la energía se hallaba atrapada en la angosta prisión del yo contraído, producía dolor. Pero si se ve desligada y puede fluir libremente, se incorpora a la corriente de la conciencia no identificada, de la Conciencia con mayúsculas, esencia, alma y sustrato de todo el mundo fenoménico.
Nuestros semejantes, esos compañeros de reparto
Lo que mi "yo" tiene en común con el "yo" de los demás es que ambos son construcciones ilusorias, conceptos instalados en la mente que los ha creado y que los modifica sin cesar. Habitualmente, nos es más fácil apreciar lo engañoso del ego ajeno que la irrealidad del propio, ya que contemplamos la situación del otro desde fuera. Sin embargo, cuando nos involucramos en la interacción con los demás, los egos ajenos pasan a formar parte de mi propia proyección egoica y entonces tampoco vemos la irrealidad del otro yo, ya que la hemos incorporado a nuestra propia ficción, forma parte de ella y a ésta nos la seguimos creyendo.
Si actúo creyendo que mi yo y su interacción con el mundo son totalmente reales, intentaré imponer mis designios al curso de los acontecimientos y procuraré que los demás se conviertan en los peones de mi juego en ese enorme tablero de ajedrez que la vida parece ser. Cada uno intenta que sean sus propios planes los que salgan triunfantes y, desde esa perspectiva, acaba considerando a sus semejantes bien como enemigos, bien como aliados de sus propias estrategias. De ahí surgen todos los lances de la vida, las luchas, los logros, las traiciones, la notoriedad, los desengaños.
Nos creemos ser los protagonistas de nuestras vidas mucho más allá de lo que en realidad somos. Y no nos avenimos a reconocer cuán poco de lo que acaba sucediendo es realmente determinado por eso que llamamos "mi voluntad". La situación en que vivimos se asemeja mucho más a la del actor a quien se le ha asignado un papel en una determinada función. El diálogo y las escenas ya están escritos y sólo nos corresponde a cada uno representarlas lo mejor que sepa. Nuestra relación con los demás personajes dependerá, pues, de cuán real consideremos que es todo aquello que acontece en el escenario.
Si nos identificamos excesivamente con el papel teatral que nos toca desempeñar, olvidando nuestra condición de figurantes, corremos el riesgo de acabar pensando que todo lo que acontece en escena está sucediendo de verdad. Cuando esto se produce, los seres humanos se toman tan en serio la trama de la acción que acaban llevando la expresión de sus sentimientos hasta sus últimas consecuencias. Así vemos cómo diariamente se mata, se traiciona, se extorsiona, se infligen enormes daños a los demás, simplemente para hacerse la ilusión de salir más favorecidos en este gran teatro de las apariencias que es la vida.
Resulta más adecuado y conveniente pensar que igual que yo estoy tratando de representar mi papel lo mejor posible, el otro o la otra que comparte el escenario conmigo, trata asimismo de salir airoso en su representación. Que igual que yo sufro en determinadas escenas, la otra o el otro también lo hacen. Y no perder de vista que, al fin y al cabo, ambos somos sólo compañeros de reparto y que al acabar el espectáculo bien podríamos irnos juntos a relajarnos y a tomarnos unas copas.
Fuente: Vicente Simón - Iniciación al Mindfulness - Sello Editorial, 2012
http://www.advaitainfo.com/textos/conciencia-del-sufrimiento.html
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