Numerosas personas transcurren sus días sumidas en el miedo. No se trata del instinto de conservación, que dimana de manera natural de nuestra condición de animales mamíferos. No, es algo de mayor calado y, a la par, mucho más intangible y abstracto. Si se analiza con detenimiento, es un miedo a la propia vida y una honda desconfianza hacia nosotros mismos. Su raíz se halla en el olvido de lo que somos y en la desorientación generada por la frugalidad y evanescencia de la existencia física y el mundo material.
Frente a ello, el ego y la mente sustentan la disparatada idea de que tienen el control. En tan vano intento, reinterpretan el pasado, pasan de puntillas por el presente, casi sin ocuparse de él, y nos incitan a programar, preparar y preocupamos por el futuro como base de una pretendida felicidad que siempre está por venir. Forjamos así la ilusión de una seguridad que, intrínsecamente, carece de cimientos, pues su naturaleza es puramente mental.
La realidad es que el ego y la mente no tienen el control. En la vida de cada cual, en cualquier momento, pueden pasar -bien sabemos que, de hecho, pasan- cosas sorprendentes e inesperadas -entre las que se incluye el tránsito que denominamos muerte- que sin previo aviso llaman a nuestra puerta y se introducen de improviso en nuestra cotidianeidad, marcándole un nuevo y súbito rumbo.
¿Tan desvalidos estamos?. El temor y el miedo, a nosotros mismos y a la vida, es la respuesta inconsciente que mucha gente da a esta pregunta.
Sin embargo, en nuestro interior una voz pugna por hablar. El ego y la mente la mantienen amordazada, pero la voz insiste una y otra vez en ofrecer una respuesta distinta a la del miedo; una respuesta centrada en el Amor y la confianza. ¿De dónde procede esa voz?. De nuestro Yo Verdadero, de nuestra Esencia divina, de nuestro Ser eterno: del Yo Soy que no sabe nada de temores ni de muerte y sí mucho de como opera la Providencia en el contexto del Diseño Inteligente de la Creación.
El Yo Soy clama en el desierto, mas nunca desiste, pues está fuera del tiempo. Su voz, también su silencio, es la del Dios que Somos y Todo Es. Su mensaje es sencillo: ¡hazle caso a tu Corazón!.
Hazle caso viviendo el presente, el aquí y ahora, lo más libre posible de preocupaciones, ataduras y cargas.
Hazle caso ignorando tanto el “tú debes” como el “yo quiero”.
Hazle caso siguiendo tu guía y tú camino, que no está previamente trazado, sino que se hace al andar, dibujado sobre la marcha por tus propios pasos y no por los de otros por maestros que parezcan.
Hazle caso confiando en la Providencia divina, que es tu Yo mismo, y en la gran y sublime verdad de que ¡Todo es Perfecto!.
Hazle caso pronunciando constantemente un santo “sí” a cada componente y hecho –también al momento del tránsito (muerte)- de ese hermoso caleidoscopio de experiencias conscienciales que es la Vida.
Hazle caso siendo el Niño que interiormente eres y gozando de la inocencia, la sabiduría innata, la alegría completa, la armonía imperecedera, la capacidad creadora y la vida plena que te corresponden por derecho propio cual Hijo de Dios.
Hazle caso en la Humildad de tu linaje divino y en la Unidad en la que Todo es, constatando que no hay nada que no seas Tú.
Hazle caso Amando incondicionalmente a todo y a tod@s en la cotidianeidad del momento presente.
Y haz caso a tu Corazón fluyendo para que Dios sea Dios.
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