19 de julio de 2014

Haz lo que te gusta


La vida es un breve e irreemplazable regalo. Así que haz exactamente lo que te apetezca hacer, como te apetezca y cuando te apetezca. De lo contrario estarás malgastando tu vida y los talentos que te han sido dados.

Larry Desmedt

Acaba de anochecer. El viento barre las colinas y despeja el cielo que por la ventana se manifiesta majestuosamente estrellado. Más allá del silbido del aire que entrechoca con fuerza las ramas de los árboles no se oye nada. Hace fresquito y como la cosa no está para gastos suntuarios, la cómoda calefacción ha dado paso a la estufa de leña. Es lo que ofrece la Tierra, y el calor y olor naturales no tienen parangón. Tras depositar un buen tocón, inmediatamente presa de las llamas que calientan la estancia, un cosquilleo en el estómago recuerda que hay gazuza. La cena consiste en un poco de pan, aceite de los olivos de la última cosecha y nueces del otoño que, un año más, se han podrido por millares sin alma que las recoja.

Cascadas las nueces e ingerido el manjar, es hora de irse a dormir. No debe ser tarde, pero es de noche, y el cuerpo está cansado. Así que, ante la ausencia de aparatos electrónicos que distraigan del único cometido importante: dormir, uno se va a la cama. Y lo hace con la satisfacción de

haber tenido un día donde, en toda sencillez, sin gastos y de manera sana y natural, ha podido hacer casi todo lo que quería, como quería y cuando quería. Una saludable actitud que debería ser de ordinaria administración pero que en nuestra cultura parece ser poco menos que un sacrilegio.

Herederos de una larga tradición judeocristiana del sacrificio y del sufrimiento, hoy en pos del éxito, del triunfo y del culto al ego, desde pequeños se nos impone que no somos nadie y que tenemos que disciplinarnos y formarnos para convertirnos en alguien en la vida. En alguien distinto de quien ya somos, claro. Así, la enseñanza, cuyo cometido es llenarnos como botellas de agua en vez de ayudarnos a crecer como flores a nuestra manera, – retomando la expresión del lingüista, filósofo e historiador Noam Chomsky- no nos orienta a definir nuestras particularidades, a fomentar nuestro tipo de inteligencia, a indagar en nuestra sensibilidad, a desarrollar nuestras características individuales, o a descubrir nuestras motivaciones e inclinaciones. A las antípodas del nosce te ipsum -conócete a ti mismo- escrito en el santuario de Delfos, somos moldeados, domesticados y adoctrinados en un programa común y homogéneo que, como explicó el filósofo alemán Max Stirner, nos convierte en rehenes de los valores del poder dominante, de forma a que acatemos estos sin discusión ni discernimiento, coincidan o no con lo que dicta la voz de nuestra conciencia.

Cada vez más desnaturalizados, nos vamos transformando en almacenes de conocimientos que debemos memorizar sin comprender, y que son siempre la experiencia de otra persona. Como tal, suelen entrar por una oreja y salir por la otra. Algunos pocos, los que utilizamos a diario permanecen en nuestra memoria, pero la mayoría los olvidamos porque no son el propio vivido. El propio vivido, aquello que sentimos en nuestras carnes es el saber, y eso ninguna escuela, colegio, instituto ni universidad lo puede enseñar. El saber se aprende necesariamente fuera de aulas sin contacto alguno con el entorno, donde conseguimos ser unos especialistas fantásticos, unos “asnos con diploma”, retomando el concepto de Sánchez Dragó, con millones de datos, teorías e informaciones pero sin una puñetera experiencia en la vida, criados como pollos en batería, incapaces de plantar un árbol, levantar una pared, pescar un besugo, enhebrar una aguja, distinguir un fruto comestible de un venenoso, reparar un grifo o movernos fuera de nuestras referencias.

No olvidemos en esta tarea la fundamental contribución de los grandes medios de entretenimiento e intoxicación, más conocidos como medios de comunicación, a los que uno ha aludido numerosas veces en sus textos, y la publicidad, que nos taladra el cerebro desde nuestro nacimiento en diarios, televisión, radios, prensa, revistas, internet, teléfonos móviles, correos electrónicos, paredes, cristaleras, paradas e interior de transportes públicos, pancartas, avioncitos en las playas, farolas, tiendas, vallas, fachadas, escaparates, comercios, carreteras, deportistas y, en general, todo nuestro mundo real y virtual, de la ceca a la meca, con la voluntad expresa y manifiesta de convertirnos en esclavos perpetuamente frustrados e insatisfechos que consuman sus productos, servicios o ideales. Si necesitan más detalles sobre esta obviedad, lean el libro 14,99€, del publicista Frédéric Beigbeder.

Así, por inercia, muchos de nosotros acabamos siendo lo que la sociedad o el entorno consideran aceptable y válido, o ejerciendo una profesión que no nos gusta ni nos llena en una vida que no nos satisface. Saturados, confusos y perdidos, ya no sabemos lo que hemos venido a hacer ni lo que realmente nos motiva. Y si lo sabemos, tenemos la impresión que llevarlo a cabo no sirve para nada, que no seremos capaces o que no podremos. Algo que parece acrecentarse en estos tiempos de penuria donde los impedimentos, ya sean físicos, materiales, personales, familiares, o sobre todo, económicos, van en aumento y las ataduras y exigencias de las que difícilmente podemos desprendernos monopolizan nuestras vidas.

Llegados al punto en que sentimos que cada día es igual, que no vamos a ningún sitio y que hemos perdido la ilusión por la vida, a lo mejor deberíamos cambiar de pautas y empezar a ejercer nuestros talentos para intentar acometer lo que nos hace vibrar, lo que nos permite sentirnos vivos, como reza la frase que introduce este texto y que debería servirnos de constante y lenitivo norte. Su autor llegó a tal dictamen con 55 años, después de haber pasado una parte de su infancia en un armario molido a palos, después de fugarse de su casa y tener que volver con el cadáver en brazos de su hermana asesinada, después de ser encerrado en la cárcel, y después de engancharse al alcohol y a la heroína cayendo lo más bajo que puede caer un ser humano, hasta acabar sin techo, sin dinero, sin dignidad y sin esperanza, desangrándose en la calle a punto de morir. Pero Larry Desmedt salió adelante. Afirmando que “las mayores atrocidades que ocurren en nuestras vidas, con retrospectiva se convierten en bendiciones”, este hombre supo aprovechar todas las situaciones que le fueron dadas para desarrollarse, aprender y conseguir vivir de una pasión que le aportó un reconocimiento mundial: la creación de motos clásicas. Un reflejo de su personalidad donde cada pieza, ya fuera mecánica, pintada, tapizada o grabada, tenía una enorme riqueza y complejidad de diseño, pero sobre todo, una funcionalidad expresa en un conjunto esencial y minimalista.

En cualquier caso, la fama no llegó tanto a Larry por la calidad de sus construcciones, sino por la humana. Entre su legión de admiradores, muchos de los cuales no habían conducido una moto clásica en sus vidas, los que mejor le conocían destacaban su enorme amabilidad, su total integridad, y una humildad que no perdió ni en el apogeo de su celebridad y que le hacía dedicar su tiempo, su atención y su sonrisa para ser útil a los demás. Pero sobre todo, la actitud de Larry posibilitó que conociera a su mujer y se casara con ella, dándole, según sus palabras, una enorme fuerza y algo en que creer. Inquieto y con un afán irrefrenable de saber, las dudas seguían formando parte del día a día de este artista. De hecho, le fascinaban tanto las incógnitas de la existencia, que el signo de interrogación devino su logo personal y comercial. Cómo él mismo explicaba: “Yo no sé nada de la vida excepto que es incierta. Así que intento sentirme cómodo con esto, no temerla, dejarme llevar por el misterio y centrarme en el momento. Cuando no lo consigo, cuando me asedian las preguntas y me encuentro demasiado confuso, cojo una de mis motos y me doy una vuelta. Entonces estoy exactamente en el instante y obtengo las respuestas exactas. Las respuestas correctas. Es como la meditación. Fluyo.”

Pues de eso se trata exactamente. De construir motos, componer, dibujar, inventar, viajar, hacer deporte, enseñar, crear, fabricar, producir, tocar la zambomba o escribir un texto como el que el aquí presente os está endilgando, es decir, dedicarnos a lo que nos dé la santa gana. Un hábito ancestral que ya quedó plasmado hace 4100 años por la civilización Mesopotámica, en uno de los textos más antiguos de la humanidad que se conservan, la Epopeya de Gilgamesh. También era cantado en fiestas y banquetes egipcios, incluidos los funerarios, como demuestran los versos del Canto del Arpista presentes en la tumba del faraón Interf hace 3600 años, y las escrituras del pensador griego Heródoto en su visita al país hace 2500. En el otro extremo del planeta, en China, Lao-Tse dijo lo suyo acerca del asunto en su Tao-Te-King, hace casi tres milenios. La escuela hindú Cārvāka surgida hace 2600 años basó su enseñanza en este principio. Volvieron a incidir en ello de distinta manera los griegos Demócrito, Arístipo y su escuela cirenaica luego, y Epicuro y el sistema filosófico que lleva su nombre después. Lo afirmó San Agustín, hace 1700 años y fue uno de los leitmotiv del Falansterio de Gargantúa que Rabelais escribió hace 600. Para agotar ya este repertorio, a fe nutrido pero ni mucho menos exhaustivo, recordaremos que Jeremy Bentham y John Stuart Mill adaptaron tal frase sapiencial a su escuela utilitarista en los siglos XVIII y XIX, y que su herencia ha llegado hasta hoy, de la mano de algún filósofo como Michel Onfray.

Dado que esta vida ya no la volveremos a vivir nunca más y que no sabemos lo que va a pasar mañana, ni simplemente luego, ¿Vamos a seguir caminando con apatía, resignación, pesadumbre y amargura? Que cara de tontos se nos pondrá si nos tenemos de despedir dándonos cuenta que ni siquiera hemos intentado realizar aquello que nos apasionaba. Quitémonos pues algunos pesos de encima y démosle un poco de sentido, de ilusión, de entusiasmo y de alegría haciendo lo que nos gusta, aunque sean unos minutos al día. Una fracción de esos que utilizamos en matar el tiempo o en invertirlo en chorradas como mirar la televisión, internet o el smartphone, por sólo citar estas actividades cotidianas y a menudo compulsivas cuyo único cometido es, básicamente, distraer nuestras mentes. Dejémonos de razonamientos del estilo “es demasiado tarde, es demasiado complicado, es demasiado difícil, es demasiado peligroso, es imposible, no tengo tiempo, así no podré vivir, esto no tiene futuro, no sirve para nada, no me saldrá, no puedo…” que sólo suelen esconder una falta de voluntad. Todos y todas tenemos capacidades y talentos. Escondidos o más visibles, en un campo o en otro, entrenados o atrofiados. Permitamos pues que afloren. Potenciémoslos, aprovechémoslos, desarrollémoslos. ¡Estamos aquí para esto, joder!

Haciendo lo que nos gusta descubriremos que nuestros pensamientos ya no son como un mono que va saltando de rama en rama o una vaca rumiando forraje, se detienen. Que los conceptos de tiempo y de espacio desaparecen. Que los interrogantes, siguiendo las palabras de Larry, se disuelven. Que todo se vuelve un poco más placentero y fácil. Que así damos lo mejor de nosotros porque tenemos una motivación, y no una imposición. Que por ello nos vamos alimentando de una energía nueva. Que las cosas van cobrando sentido y que si persistimos, poco a poco, aunque no sea siempre sencillo y a veces muy difícil, el camino que queremos seguir resulta que no sólo no es una ilusión, sino que es una posibilidad cada vez más clara.

Hacer lo que nos gusta es, además, la mejor manera de retornar a lo esencial y de desprendernos de lo inútil, lo superfluo, lo innecesario y lo pernicioso que hemos ido acumulando para compensar la falta de sentido de nuestras vidas, comprendiendo que muy pocas cosas son necesarias y que las mejores no cuestan nada. Esos pensamientos son los que se manifiestan cuando los primeros pájaros pían en el alféizar antes de la salida del sol y uno se levanta con la ilusión de tener una jornada donde quizás no podrá hacer todo lo quiere, cuando quiere y como quiere, pero desde luego, seguirá intentándolo en este breve e irreemplazable regalo que es la vida.

Si os ha gustado el texto y queréis leer más del autor y obtener información sobre su libro, podéis visitar su página web.


http://www.revistanamaste.com/haz-lo-que-te-gusta/

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