No habría ninguna oportunidad de llegar a conocer la muerte si sólo ocurriera una vez. Pero, por fortuna, la vida no es sino una continua danza de nacimiento y muerte, una danza de cambio.
Cada vez que oigo el murmullo de un arroyo de montaña, o las olas que rompen en la orilla, o el palpitar de mi propio corazón, oigo el sonido de la impermanencia. Estos cambios, estas pequeñas muertes, son nuestros lazos vivientes con la muerte. Son el pulso de la muerte, el latido de la muerte que nos incita a soltar todas las cosas a las que nos aferramos.
Así pues, trabajemos en estos cambios ahora, durante la vida: esta es la auténtica manera de prepararse para la muerte.
La vida puede estar llena de dolor, sufrimiento y dificultades, pero todas estas cosas son oportunidades que se nos presentan para ayudarnos a avanzar hacia una aceptación emocional de la muerte. Sólo cuando creemos que las cosas son permanentes nos negamos la posibilidad de aprender del cambio.
Si nos negamos esta posibilidad, nos cerramos y nos volvemos codiciosos. La codicia, el aferramiento, es la fuente de todos nuestros problemas. Puesto que, para nosotros, la impermanencia equivale a angustia, nos aferramos desesperadamente a las cosas, aun cuando todas las cosas cambian. Nos aterroriza desprendernos de ellas; de hecho, nos aterroriza vivir, ya que aprender a vivir es aprender a desprenderse. Y esta es la tragedia y la ironía de nuestra lucha por retener: no sólo es imposible, sino que nos provoca el mismo dolor que intentamos evitar.
La intención que nos mueve a aferramos no tiene por qué ser mala en sí; el deseo de ser feliz no tiene nada de malo, pero aquello a que nos asimos es inasible por naturaleza. Los tibetanos dicen que no se puede lavar dos veces la misma mano sucia en el mismo río, y que «por mucho que estrujes un puñado de arena nunca le sacarás aceite».
Tomar en serio la impermanencia es liberarse poco a poco de la mentalidad de aferramiento, de nuestra errónea y destructiva imagen de la permanencia, de la falsa pasión por la seguridad sobre la que construimos todo. Poco a poco nos vamos dando cuenta de que todos los dolores que hemos conocido por querer asir lo inasible eran, en el sentido más profundo, innecesarios. Aceptar esto también puede resultar doloroso al principio, porque parece muy ajeno. Pero a medida que reflexionamos y seguimos reflexionando, nuestro corazón y nuestra mente experimentan una transformación gradual. Desprenderse empieza a parecer más natural, y se vuelve cada vez más fácil.
Quizá necesitemos mucho tiempo para llegar a captar toda la envergadura de nuestra necedad, pero, cuanto más reflexionemos, más desarrollaremos una actitud de desprendimiento; es entonces cuando se produce un cambio en nuestra manera de verlo todo.
Contemplar la impermanencia no es suficiente por sí solo: es necesario trabajar con ella durante la vida. Tal como los estudios de medicina exigen la teoría y la práctica, en la vida ocurre lo mismo. Y en la vida el entrenamiento práctico es el aquí, es el ahora, en el laboratorio del cambio. A medida que se van produciendo los cambios, aprendemos a verlos con una nueva comprensión, y aunque seguirán produciéndose como antes, algo en nosotros será distinto. Toda la situación será mas relajada, menos intensa y dolorosa; incluso los efectos de los cambios que experimentemos nos resultarán menos impresionantes o desagradables.
Con cada cambio sucesivo comprendemos un poco más, y nuestra visión de la vida se vuelve más profunda y más amplia.
TRABAJAR CON LOS CAMBIOS
Vamos a hacer un experimento. Coja una moneda. Imagínese que representa el objeto al que usted se aferra. Enciérrela en el puño bien apretado y extienda el brazo con la palma de la mano hacia el suelo. Si ahora abre el puño o afloja su presa, perderá aquello a lo que se aferra. Por eso está apretando.
Pero hay otra posibilidad: puede desprenderse y aun así conservarla. Con el brazo todavía extendido, vuelva la mano hacia arriba de forma que la palma quede hacia el cielo. Abra la mano y la moneda seguirá reposando sobre la palma abierta. Ha dejado de aferrarse. Y la moneda sigue siendo suya, aun con todo ese espacio que la rodea.
Así pues, existe un modo en que podemos aceptar la impermanencia sin dejar de disfrutar de la vida, todo al mismo tiempo, sin aferramos.
Pensemos en lo que suele suceder con frecuencia en las relaciones. Muchas veces las personas no se dan cuenta de cuánto aman a su pareja hasta que de pronto perciben que la están perdiendo. Entonces se aferran todavía más. Pero cuanto más se apegan, más se les escapa la otra persona y más frágil se vuelve su relación.
Muchas veces buscamos la felicidad, pero la propia manera en que la perseguimos es tan torpe y desmañada que sólo nos acarrea mayor pesar. Por lo general, suponemos que hemos de aferramos a fin de obtener ese algo que nos dará la felicidad.
No vemos cómo podemos disfrutar de algo si no podemos poseerlo. ¡Con cuánta frecuencia se confunde el apego con el amor! Incluso cuando se trata de una buena relación, el amor sufre a causa del apego, con su inseguridad, su posesividad y su orgullo; y después, cuando el amor se ha perdido, lo único que nos queda de él son los «recuerdos» del amor, las cicatrices del apego.
¿Cómo, entonces, podemos trabajar para vencer el apego? Sólo conociendo su naturaleza no permanente; este conocimiento nos libra poco a poco de su dominio. Llegamos a vislumbrar lo que, según dicen los maestros, puede ser la verdadera actitud para cambiar: como si fuéramos el cielo que contempla pasar las nubes, o tan libres como el mercurio. Cuando el mercurio se derrama por el suelo, su propia naturaleza es permanecer intacto; nunca se mezcla con el polvo. Cuando intentamos seguir el consejo de los maestros y nos libramos poco a poco del apego, en nuestro interior se libera una gran compasión. Las nubes del aferramiento se separan y dispersan, y resplandece el sol de nuestro verdadero corazón compasivo. Es entonces cuando empezamos a saborear en nuestro yo más profundo la euforizante verdad contenida en estas palabras de William Blake:
Aquel que se ata una Alegría la alada vida destruye; aquel que besa la Alegría según vuela vive en la aurora de la Eternidad
Extraído del libro “El Libro Tibetano de la vida y la muerte” de Sogyal Rimpoché
http://elcosmovisionario.wordpress.com/2013/07/10/la-aceptacion-de-la-impermanencia/#more-1887
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