25 de diciembre de 2013

MANUEL CASTELLS – DIGNIDAD: EL DERECHO A SER Y A DECIDIR QUIÉN SE ES

La revuelta ucraniana contra el Gobierno está siendo interpretada como un movimiento nacionalista proeuropeo y antirruso, azuzado por una situación económica insostenible. Algo hay de eso, pero no es lo esencial. En parte porque las protestas no se limitan a Kíev sino que, más allá de la atención mediática mundial, se extienden a otras 29 ciudades, algunas de ellas en el este del país.

Pero lo que dicen los propios manifestantes es que se trata de una lucha por la dignidad.

Por sus derechos como ciudadanos y como personas que son atropellados por la manipulación política y la corrupción generalizada en las instituciones y en la policía. Y no sólo del Gobierno, sino de un amplio sector de los políticos de distintas tendencias.

Lo significativo es que se repite en Ucrania la misma palabra emblemática usada desde hace tres años por los movimientos sociales que han surgido en todo el mundo: dignidad.

Las revoluciones árabes se alzaron, desde el corazón de la gente, para defender su dignidad. Los indignados españoles se indignaron contra la indignidad. Cuando el pasado junio en São Paulo los políticos reprochaban a los jóvenes el jaleo que

hacían por unos céntimos en el precio del transporte, ellos respondieron: “No se trata de céntimos, sino de nuestros derechos, de nuestra dignidad”. Como los estudiantes chilenos cuyas demandas (que la futura presidenta Bachelet dice aceptar) van más allá de la educación. Y los manifestantes turcos del parque Gezi, que han ganado la anulación del proyecto urbanístico, afirman que esto sólo es el principio de una lucha por su dignidad, pisoteada por un Gobierno que se escuda en las elecciones para incumplir sus promesas, mientras se descompone la vida cotidiana al amparo de la corrupción institucional.

Que la misma palabra se repita espontáneamente, sin concierto previo entre los movimientos que se expanden globalmente, no puede ser fruto de la casualidad.

Responde a la raíz emocional que une a todas estas protestas en distintos contextos y con diversas reivindicaciones. Es la herida de la humillación personal cotidiana que se hace insoportable. ¿Por qué se generaliza en el planeta precisamente en estos momentos? Recordemos que Amartya Sen propuso en 1999 redefinir el desarrollo como dignidad humana y que su concepción ha recibido una aceptación cada vez mayor entre quienes intentan superar la empobrecedora asimilación de desarrollo a crecimiento económico. De ahí la importancia que se concede en las instituciones internacionales al desarrollo humano como complemento esencial del crecimiento económico.

Pero en la perspectiva de Sen y otros analistas del desarrollo no se trata sólo de mejoras en la educación, la salud, la vivienda y las condiciones de vida de la población. Dichas mejoras se consideran esenciales para proporcionar a las personas las capacidades que necesitan para poder decidir su propia vida con una autonomía materialmente posible.

Pero el objetivo de un desarrollo pleno es dar la posibilidad a los humanos de ser eso, humanos. De ahí la afirmación de los derechos humanos como un objetivo universal en el que todos los que pertenecemos a nuestra espe- cie estamos implicados de forma indisoluble y colectiva.

Negar los derechos humanos al otro es negarnos a nosotros mismos. Y esto va desde las hambrunas a la tortura, desde el respeto de los niños a la igualdad de la mujer, desde la defensa de la identidad de nuestra cultura a la solidaridad con la identidad de las otras. De modo que el desarrollo humano es a la vez crecimiento de riqueza, sostenibilidad ecológica (sin la cual no hay desarrollo porque no habrá vida humana en el planeta), redistribución de la riqueza en forma de servicios básicos para las personas y respeto integral a los derechos humanos, o sea al derecho a ser humano, en todas sus dimensiones.

Pero hay algo más: la autonomía de las personas para decidir, individual y colectivamente, la protección de esos derechos, o sea el derecho a decidir. Si ese derecho a decidir lo confiscan instituciones políticas no representativas y organizaciones económicas al servicio de unos pocos, la invocación ritual de los derechos humanos se vacía de contenido. Cuando eso ocurre, las personas tienden a apelar a un principio ético y moral que va más allá de lo que está escrito en las normas y se impone desde las instituciones.

Ese principio es la dignidad de ser humano, la idea de que por ser humanos tenemos derecho a serlo. Derechos que no se nos conceden, sino que son nuestros.

Y que deben ser respetados por encima de conveniencias políticas o racionalidades económicas. Cuando se rompen los vínculos emocionales entre quienes gobiernan la sociedad y quienes producen la sociedad con sus vidas, entonces la dignidad es el valor superior en nombre del cual es legítimo reconstruir el proceso de delegación de responsabilidad que se construyó para convivir pero que nunca debió olvidar su raíz.

Protestatarios del ¡ya basta! de múltiples confines del mundo tienen en común la desconfianza en las instituciones, y en quienes las controlan en el momento en que se desborda la emoción.

Y la rabia contra la violencia policial con la que se intenta sofocar cualquier propuesta distinta de lo preestablecido por unas élites encerradas en sí mismas. Y como los protestatarios no se mueven por ideología sino por indignación y por esperanza de que otra cosa es posible, no tienen más bandera común que la que está plantada en su ser.

Eso es la dignidad: el derecho a ser y a decidir quién se es.

Como es un argumento que no casa con las apolilladas teorías de la democracia liberal tradicional y que no hay manera de cuantificar en los modelos de gestión macroeconómica, no la toman en cuenta quienes ordenan y mandan. Esperando que pase la tormenta, una y otra vez, en uno y otro país.

Resulta sin embargo que las sociedades contemporáneas son mucho más educadas, informadas y comunicadas que nunca antes en la historia. Y así se van formando los múltiples ríos que llevan a un nuevo océano aún por descubrir.

Manuel Castells. Publicado en: La Vanguardia


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