“El que no se ruboriza del mal que hace es un miserable”, decía Aristóteles, citado por Victoria Camps en su libro El gobierno de las emociones (Herder), reciente premio Nacional de Ensayo. Avishai Margalit habló de La sociedad decente y Bernard Williams, que publica Vergüenza y necesidad (Antonio Machado), señala dos clases de rubores: el rojo, el externo,
cuando uno es cogido en falta y expuesto a la mirada de los otros, y el blanco, el interno, el reproche que uno se hace a sí mismo al reconocer su mala acción. Faltos de esa ética interior, que conlleva el sentimiento de culpa, el arrepentiminto y la posibilidad de reparación, Victoria Camps señala que sólo queda la ley. “En los casos de corrupcíón política, nadie dimite, nadie se avergüenza de lo que ha hecho, nadie confiesa sus errores ni sus faltas, todo queda remitido a la dinámica procesal que será favorable o no al acusado”. El corrupto -en la política, el deporte, las finanzas, la actividad profesional…- intenta ocultarse en el silencio o la mendacidad, esperando que con suerte no quede inculpado.
En ese dilema entre el derecho (todo el mundo es inocente hasta que se demuestre lo contrario) y la moral, Camps cita el cinismo que denunciaba Platón con su relato sobre el anillo de Giges: un anillo que tenía el poder de hacer invisible a quien lo portaba y gracias a él cometía todo tipo de crímenes. “Así -dice Victoria Camps- son los desvergonzados, actúan impunemente con la esperanza de que su culpa no les será imputada. No sienten vergüenza ninguna porque tampoco la ley les merece ningún respeto”.
El Estado de derecho, a pesar de sus disfunciones, distingue a la democracia de otras épocas y otros regimenes. Salvador Giner, que publica El origen de la moral (Península), dice que “los hombres cuerdos saben si hacen el bien, son mendaces, honran la palabra dada, o si son crueles, o compasivos… los sentimientos de justicia, la percepción de la injusticia, el saber que no hay derecho son estados de conciencia que responden a esa objetividad valorativa de la cual somos capaces”. Giner habla de la difamación a crímenes contra la humanidad y cree que “es posible una universalización de la ética conforme a todas las culturas: la Declaración de Derechos Humanos”.
Victoria Camps opina que lo que falla en las democracias es que “no se consiga forjar un carácter ciudadano, un fallo que algo debe tener que ver con la desaparición de ciertas emociones sociales como la vergüenza y la culpa. Si ves racionalmente una injusticia, pero no la sientes, no sirve de nada y los derechos humanos se convierten en algo vacuo y, aunque no los rechaces, en la práctica no se respetan, porque no son sentidos como una obligación por los que hay que luchar.”
¿Es posible la abundancia de casos de corrupción sin que la sociedad entera sea sospechosa? Salvador Giner, que se niega a aceptar “la sociedad posmoral” de la que habla Jacobo Muñoz, recomienda “el ejercicio práctico de la virtud por parte de una ciudadanía capacitada para ejercer como tal”, pues “sin el requisito de una estructura social de la virtud, esta no es posible”.
La mentira sin rubor no sólo es política. Afecta a relaciones personales como la infidelidad. La socióloga israelí Eva Illiouz, cree que “la cuestión es cuáles son los procesos sociales y culturales responsables de esta situación. Cuando el egoísmo se convierte en un modus operandi legítimo, hay una erosión del sentimiento de vergüenza, porque la vergüenza presupone una posibilidad de ser responsable para con los otros. Y el capitalismo ha erosionado en gran manera esa capacidad. Esta es una cultura que legitima la persecución hedonista del propio interés en todos los dominios”. Illiouz considera que la dificultad de juzgar nace de que esa búsqueda del propio interés “se ha generalizado en todos los ámbitos: incluso en la amistad o el amor: es completamente legítimo dejar un matrimonio de veinte años para perseguir el placer e interés de uno mismo. Hay dominios en los que tendremos dificultades para condenar el propio interés y otros en los que lo celebraremos. Esto explica el porqué una cruzada contra la falta general de vergüenza es un problema. Es difícil aislar un ámbito de otro”. También cree que “el amor constituye un sostén social del yo, pero como los recursos culturales que lo tornan constitutivos del yo han sido esquilmados, hace falta que la ética regrese de manera urgente a la esfera de las relaciones sexuales y emocionales”.
John Rawls distinguía entre la vergüenza natural (relacionada con una carencia de bienes o de condiciones físicas o una diferencia racial o social) que debería desaparecer de una sociedad equitativa y la vergüenza moral y la culpa (que atañen a la virtud y a la responsabilidad). Victoria Camps se pregunta ¿por qué es difícil que tales sentimientos resurjan en las sociedades liberales? Y contesta: “sin duda por el énfasis puesto por el mundo moderno y posmoderno en el valor de la libertad o de la autonomía individual, restando valor a la interdependencia y a las responsabilidades mutuas que deberían vincular a las personas libres”. Y propone que “para promover emociones sociales se precisa una cierta coerción saludable. ¿Cómo es posible educar sin establecer límites?”.
Victoria Camps se acaba de jubilar como catedrática de Ética de la Universitat Autònoma de Barcelona y es miembro del Comité de Bioética y de la Fundació Grifols. La medicina, ante los problemas éticos que presenta el día a día sobre la vida, se rodea de filósofos y antropólogos como asesores ¿Se reduciría la codicia y la injusticia, si se hiciera lo mismo en el ámbito económico? O dicho de otro modo, ¿qué exige la ética más allá del beneficio económico y el cumplimiento de la legislación?
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