Portada de El Leviatán de Hobbes. La frase latina que aparece en la parte superior se puede traducir como “No hay poder sobre la Tierra que se le compare”.
Mucho se habla en los últimos años de la crisis del Estado y de la crisis del capitalismo ¿cómo llegamos hasta aquí? La Edad Moderna se inició alrededor de mediados del siglo XV con los cambios producidos por la caída de Constantinopla, la invención de la imprenta (que dio paso al desarrollo del Humanismo y el Renacimiento), consolidando este cambio de Era el inicio de la colonización de América y la Reforma Protestante en Europa (siglo XVI). Desde entonces y durante estos casi seis siglos se gestaron, desarrollaron y consolidaron un orden y una institución asociadas: el capitalismo y el Estado.
Hace unos años el politólogo italiano Norberto Bobbio enfatizada el debate entre quienes asumen el Estado como continuidad de un período anterior y quienes no. Los autores que están a favor de la discontinuidad
sostienen que la realidad del Estado moderno es una forma de ordenamiento tan diferente de los anteriores que ya no pueden ser llamados con los nombres antiguos. Este argumento se apoya en que con Maquiavelo no únicamente se inicia el éxito de una palabra sino la reflexión sobre una realidad desconocida para los escritores antiguos, y de la cual la nueva palabra es un ejemplo. De esta manera sería oportuno hablar de Estado únicamente para las formaciones políticas que nacen de la crisis de la sociedad medieval, y no para los ordenamientos anteriores. El Estado moderno es definido mediante dos elementos constitutivos: la función de la prestación y atención de los servicios públicos y el monopolio legítimo de la fuerza.
Por su parte, los pensadores que están en favor de la continuidad del origen del nombre del Estado afirman que hay una tendencia a sostener la continuidad entre los ordenamientos de la antigüedad, el Medievo y los de la época moderna. Los argumentos que sostienen esta tesis para autores como Hobbes, Montesquieu o Rousseau mencionaban y conceptualizaban al Estado aunque fuera con nombres diferentes (polis, civitas, imperium y res publica). El fundamento de su poder se da en términos jurídicos de donde nace la idea del contrato social y por ende, del contrato de sujeción. El primero, denominado pactum societatis, explica la unión de los individuos en sociedad; el segundo, llamadopactum subjectionis, explica la sumisión al soberano. Con Hobbes se firma el contrato como súbditos y con Rousseau el contrato como ciudadanos (aunque para Hobbes el nacimiento de la sociedad civil va aunado al del Estado).
Según Giovanni Sartori la palabra Estado no se usó hasta el siglo XVI, y “entra en el vocabulario político en Italia, en expresiones como Estado de Florencia y Estado de Venecia para caracterizar las formaciones políticas en las que la terminología medieval (regnum, imperium o civitas) eran manifiestamente inadecuadas”. Es Maquiavelo quien primero registra este uso al principio de El príncipe aunque Norberto Bobbio sostiene que la palabra no fue ideada por Maquiavelo:
Minuciosas y amplias investigaciones sobre el uso de Estado, en el lenguaje de los siglos XV y XVI muestran que el paso del significado común del término status de situación al Estado en el sentido moderno de la palabra, ya se había dado mediante el aislamiento del primer término en la expresión clásica status res pública. El mismo Maquiavelo no hubiera podido escribir la frase precisamente al comienzo de la obra si la palabra en cuestión no hubiese sido ya de uso corriente.
Dejando a un lado la controversia sobre la paternidad del concepto, la secularización del aspecto privado del público es el hito de esta nueva organización, el Estado, en apariencia necesaria ante el crecimiento poblacional y por ende sus necesidades derivadas.
La palabra Estado se vuelve importante y necesaria sólo cuando empieza a designar una presencia estructural del poder político y un control efectivo de esa entidad sobre todo un territorio sometido a su jurisdicción. Según Giovanni Sartori para llegar a eso hay que esperar al siglo XIX, alcanzando su madurez en el XX.
Con la revolución industrial iniciada en Inglaterra en el siglo XVIII se da un paso fundamental en la consolidación del Estado-nación y la explosión del capitalismo en Occidente. Se da una reterritorialización producida por las leyes de cercamiento, que en esta nueva contribución aparecerá como un proceso de “urbanización extendida original”: un paso decisivo en la apertura de los territorios precapitalistas a los mercados de trabajo y mercancías, en una dinámica de reestructuración y reescalamiento de las relaciones campo-ciudad consecuente también con las aspiraciones imperialistas del gobierno británico.
Con las grandes luchas y revoluciones del siglo XIX, y las consecuentes respuestas del poder hegemónico capitalista, llegamos al siglo XX con la Primera Guerra Mundial, seguida de la crisis del ’29. Ambos hechos transforman las relaciones sociales y geopolíticas, con un capitalismo que demuestra sus debilidades, pero aún con un Estado sirviéndole de colchón y de reanimador. Las movilizaciones obreras se sucedían, ahora con la referencia soviética como espejo y como apoyo.
Como explica Gustavo Esteva, el New Deal, como se llamó el paquete de políticas que aplicó el presidente Franklin D. Roosevelt ante la Gran Depresión, era ante todo una respuesta política a la movilización de los trabajadores. Era ésta, más que las contradicciones estructurales del sistema, lo que ponía en peligro su supervivencia. El New Deal contenía tres elementos: a) Integración institucional de los trabajadores. b) Acuerdo de productividad. c) Creación del “estado de bienestar”. Se pactó una “red de seguridad social” que abarcó la educación, la salud, el seguro de desempleo y otros aspectos.
El Estado del Bienestar
El contrato social que supone el Estado se reacomoda para prometer porvenir, desarrollo, bienestar. El Estado desde la posguerra (1945) y hasta principios del siglo XXI sufrió tales cambios en la esfera política que nos han obligado a repensar la herencia política de Occidente generada en toda su historia.
Un primer momento que debemos identificar es el llamado Estado de bienestar surgido tras los primeros años posteriores a la Segunda Guerra Mundial: el Estado es el principal actor de la actividad económica, controlando las principales áreas de producción. Encontraremos a un Estado poseedor de la generación de electricidad, de los hidrocarburos, brindando los servicios de salud, educación, etc., un Estado que intervendrá en la infraestructura y en la proporción de servicios a la población.
En las democracias occidentales el Estado benefactor tuvo su época de apogeo en los años cincuenta e inicios de los sesenta. Esta forma de entenderlo generó cambios no sólo en el mundo económico sino también en el político y jurídico.
A principios de la década de los setenta se presentaron grandes problemas financieros en las principales potencias mundiales con la inestabilidad en los mercados petroleros y un déficit en el presupuesto para cubrir las exigencias de un Estado asistencial. En este mismo sentido encontramos con los primeros estudios sobre los daños al ambiente, pero especialmente nos hallamos ante revolución informática y de las comunicaciones.
Imanuel Wallerstein, en su análisis del sistema-mundo, sostiene que a finales de los años 60 comenzó el declive definitivo del capitalismo (y del Estado podríamos agregar). La economía y las relaciones políticas cambiaron radicalmente, y como dice este autor, lo sucedido en la revolución de 1968 fue más importante aún que las revoluciones francesa y rusa, ya que por su trascendencia fue la única verdadera revolución mundial junto a la de 1848. Esos movimientos del ’68 produjeron cambios “en las relaciones de poder entre los grupos de estatus (los grupos de edad, de género, y las minorías étnicas)” que si bien se registran “en los espacios ocultos de la vida cotidiana” son duraderos y suponen insubordinación permanente. La sociedad civil se muestra menos dispuesta que antes a aceptar pasivamente la dominación y a recibir órdenes. En muchos países se tenían amplios derechos políticos y civiles pero no había derechos sociales o culturales, el descontento desbordó a los movimientos obreros, y tomaron protagonismo otros movimientos como el ecologista, el feminista, el pacifista, el estudiantil, etc. que obtuvieron apoyo de gran parte de la sociedad, incluso ignorando fronteras.
Ante esta nueva realidad de crisis sociales se empieza a delinear lo que actualmente se denomina como neoliberalismo que tiene como ejes centrales el adelgazamiento del Estado, la globalización y la comunicación informática. El Estado deja a un lado sus tareas asistenciales o de prestación de servicios públicos con el objeto de hacer más eficiente su funcionamiento, así encontramos una mayor participación del sector privado (incluyendo a ONG’s) en las tareas que deja de lado el Estado, lo cual generará grandes centros de poder económico en las empresas transnacionales.
Cuando el Estado-nación entra en crisis, lo hace también el concepto de soberanía. La nueva realidad trae consigo a las instancias supranacionales, es decir, los acuerdos comerciales o de integración económica crean nuevas zonas de desarrollo en las cuales participan diversos países regulados por un Derecho supranacional.
A finales del siglo XX inicia una sociedad de riesgo (como la califica Beck) en la que tendremos crisis ecológica, riesgo nuclear, revolución biotecnología, avances (y límites) informáticos que han puesto en crisis absoluta al Estado benefactor y las instituciones políticas modernas. En esta época del Estado neoliberal se ha hecho necesario repensar conceptos políticos que se creían absolutos, tales como la soberanía, el Estado-nación, el Estado de Derecho, los derechos humanos, las esferas de lo público y lo privado, la legitimidad política, el papel del Estado en la economía, etc., y nos encontramos ante nuevas realidades como los derechos de las minorías, el respeto a las diferencias, la idea de autorregulación, el derecho a preservar la identidad, los problemas derivados de la integración económica, los nacionalismos, etcétera.
No se trata ya de un mero desequilibrio que forma parte de la dinámica capitalista ordinaria, sino de una crisis que afecta las bases mismas de la estabilidad social y pone en cuestión la supervivencia misma del sistema. Entonces, Estados ¿para qué? ¿para quiénes?
Para analizar esta perspectiva, es útil volver a la contribución de Wallerstein cuando examina la crisis estructural del capitalismo y considera que ha entrado en su fase terminal. Como mencionábamos más arriba esta fase habría comenzado al final de los años sesenta, cuando la Revolución de 1968 sacudió las estructuras del saber y dislocó las bases de la economía-mundo capitalista. Para Wallerstein, este impacto fue posible porque habían aparecido ciertas tendencias estructurales del capitalismo que hicieron imposible sobreponerse a las nuevas dificultades. Esta fase terminal, que podría durar aún 25 a 50 años, representa una bifurcación: la condición que aparece en un sistema cuando sus dificultades ya no pueden ser resueltas dentro del marco en que opera.
En las décadas de los sesenta y setenta, sin embargo, a partir de esos avances políticos y económicos, pero también por el intercambio desigual y el legado de racismo y sexismo predominantes en la división internacional del trabajo, se produjeron de nuevo amplias movilizaciones de trabajadores que adoptaron muy diversas formas: desde las escuelas y las fábricas hasta las cocinas, las comunas hippies, los plantones y la guerra de guerrillas. La respuesta del capital a estas luchas es lo que propiamente constituiría la globalización neoliberal, muy anterior al Consenso de Washington. Su propósito principal era desmantelar los avances conseguidos por los trabajadores y regresar a la situación anterior al New Deal y a la crisis de 1929. Esta estrategia, por tanto, desmanteló todos los acuerdos anteriores.
¿Fin de la modernidad?
Así, cuando el capitalismo y el Estado-nación están en crisis, el mundo construido en los dos últimos siglos (la Edad Moderna) llegaría a su fin. Como nos recuerda Monedero, muchos pensadores están teorizando sobre ello: un mundo desbocado (Giddens), una segunda modernidad (Beck), una crisis sistémica (Wallerstein), una transición paradigmática (Santos) o incluso, un cambio de civilización (Morin).
Parece ser que el mundo tal y como lo hemos conocido está derrumbándose, las estructuras impulsadas tras las revoluciones de Francia, de Estados Unidos y la industrial ya no tienen eficacia ni son eficientes para la sociedad, aunque sí para los poderes fácticos que se aferran al pasado para sobrevivir. Las instituciones sociopolíticas y esas categorías de análisis nacidas en el siglo XIX están perdiendo validez para convivir y explicarnos cómo lo hacemos.
Ya el capitalismo depredador actual, el Estado nación, la dicotomía marxista de la lucha de clases, la democracia representativa, el fordismo y la globalización occidentalizante y consumista, etc. están siendo puestos en cuestión fuertemente por amplios sectores de la sociedad, no sólo por los teóricos o los sectores más politizados.
Precisamente en la Sociedad del Riesgo, Ulrich Beck argumenta que en la realidad social actual hay un vacío político e institucional y los movimientos sociales son la nueva legitimación. Por su parte Zygmunt Bauman con su modernidad líquida ha dado cuenta de los procesos actuales de ruptura y cambio frente a la modernidad sólida, y según él el paso necesario es modificar la realidad y comprender que la vía del cambio es la única posible y la única necesaria, además de ser oportuna, para evitar los conflictos sociales y mejorar las condiciones de vida.
Finalmente Wallerstein que tras hacer un repaso histórico del capitalismo vislumbra el fin del sistema-mundo con una bifurcación posible. Sin embargo el que estemos cambiando de época no significa que vamos a llegar a la utopía. Como dice este autor, la bifurcación puede seguir un camino tenebroso y duro para la humanidad, por ejemplo yendo hacia un fascismo financiero privatizador e inhumano, al estilo Matrix o 1984, por nombrar algunas de las distopías más populares.
Como advierten algunos autores (es el caso de Juan Carlos Monedero) la puesta en crisis del Estado hace peligrar la convivencia social al desaparecer el contrato social en que se basa, por que lo que se debe buscar la manera de construir un Estado distinto, sin capitalismo. A este nuevo ordenamiento ¿seguiríamos llamándolo entonces de la misma manera?
¿Otra democracia es posible?
Tomado de Anonymous art of Revolution
Para Emir Sader el impulso debe ir hacia democratizar el Estado. Para esto sería necesaria la participación de todos los sectores sociales en las cuestiones económicas y políticas como ya están haciendo colectivos de personas que quieren incidir en la política desde lo local. Otros propuestas trabajan por una democracia en tiempo realutilizando los dispositivos electrónicos cada vez más a la mano para cumplir con este objetivo: plataformas para votar leyes, diputados que votan leyes en relación a lo que los ciudadanos le dicten en cada caso, plataformas de partidos en red, etc. Hay que prestar atención a los procesos novedosos de hacer política.
El autor brasileño Charles Tilly era claro en señalar los cuatro componentes que consideraba que hacen visibles los procesos de democratización. Por un lado, señala la ampliación de la participación política popular, la igualación del acceso a las oportunidades y recursos políticos no estatales, la inhibición de los centros de poder autónomos y/o coercitivos dentro y fuera del Estado. En segundo lugar, la reducción de la influencia de los agregados de poder autónomos, incluidos aquellos de los gobernantes, sobre la política pública. En tercer lugar, la subordinación del Estado a la política pública y la facilitación de la influencia popular sobre la política pública. Por último, el incremento de la amplitud, igualdad y protección de la consulta mutuamente vinculante en las relaciones ciudadano-Estado, es decir, la democratización. Estas características se alejan claramente de la democracia liberal.
Ernesto Laclau también aporta su reflexión:
cuando uno piensa en el liberalismo y la democracia, uno tiene que darse cuenta de que las dos cosas no coincidían en sus orígenes. En Europa, a principios del siglo XIX, el liberalismo era un fórmula política perfectamente respetable, había existido desde fines del siglo XVII en Inglaterra y desde por lo menos la revolución de junio en Francia, pero por el otro lado democracia era un poco como el populismo hoy día, era un término peyorativo que se le confundía con el gobierno de la turba, jacobinismo, todo este tipo de cosas, y tomó todo el proceso, largo proceso de revoluciones, contrarrevoluciones del siglo XIX, lograr que hubiera una especie de equilibrio estable entre liberalismo y democracia. De modo que uno habla hoy de regímenes liberal-democráticos como si fueran algo homogéneo, pero son internamente muy divididos. Ahora yo creo que esa fusión entre liberalismo y democracia nunca se dio en América Latina de una manera perfecta. Uno tiene en América Latina el Estado liberal que fue el Estado que constituyen las oligarquías en la mitad del siglo XIX, pero que era muy poco democrático, porque eran de base clientelística. Entonces cuando empiezan las aspiraciones democráticas de las masas a expresarse, tienden a expresarse a través de moldes esencialmente no liberales.
Acá podría entrar en juego el impulso poscolonial que tiene a uno de sus máximos exponentes en Boaventura de Sousa Santos con su Epistemología del Sur. Esta aportación trata de recuperar los conocimientos y prácticas de los grupos sociales que, a causa del capitalismo colonial y los procesos coloniales, se colocaron histórica y sociológicamente en la posición de ser objetos de un conocimiento dominante (lo que se comprende como epistemología del Norte), considerado durante siglos y siglos como el único válido y verdadero. Es la inclusión del máximo de las experiencias en el mundo de los conocimientos con el objetivo de subvertir los modos de entender el mundo, donde está implícita una lógica binaria, combativa, intolerante y con pretensiones de universalidad.
De Sousa Santos hace referencia a la ruptura de imaginarios y procesos que supuso en el continente la aparición, por ejemplo, del Ejército Zapatista de Liberación Nacional en Chiapas. En un mundo gobernado por el neoliberalismo, con muchas desigualdades y subordinaciones, el levantamiento zapatista de 1994 puede verse como el detonante de una movilización global, cada vez más articulada, que representó un cuestionamiento radical del sistema, más allá de cualquier reivindicación específica.
Hasta ese momento, unos veían la globalización como promesa y otros como amenaza, pero todos tendían a verla como una realidad que era preciso aceptar. Como han reconocido todos los grandes movimientos antisistémicos a partir de Seattle ’99, los zapatistas fueron los primeros en sostener con firmeza un rechazo radical. Además, dieron una nueva forma a la lucha política y a la posibilidad de articular los movimientos sociales con el enfoque de un solo “no” y muchos “síes”: la concepción asociada con la idea de construir un mundo en que quepan muchos mundos desde un rechazo radical del capitalismo, propicia la convergencia y concertación de cuantos comparten este rechazo, el “no” común, pero reconocen la pluralidad real del mundo y la diversidad de culturas e ideales de vida, los múltiples “síes” de los diferentes.
Para Gustavo Esteva, “la democracia radical está dando paso a un proceso de reconstrucción de espacios políticos, en que la gente pueda ejercer libremente su poder y articular sus iniciativas, al tiempo que desgarra la mitología política dominante”. Esta crisis conceptual que incluso cuestiona la misma noción de Estado nacional tal como se ha elaborado hasta ahora, y que hace perder el sentido de los hechos que nos circundan, se produce, entre otras cosas porque, de acuerdo a Rosenau, “la mano de obra y los mercados forman parte de un importante proceso de globalización, al punto tal que los inversores, los empresarios, los trabajadores y los consumidores están ahora profundamente anclados en las redes de la economía mundial y, por este hecho, contribuyen a restringir el alcance nacional de las jurisdicciones políticas tradicionales”.
Al cuestionarse de esta manera el alcance nacional de los Estados se debilitó el centro único simbólico de poder en referencia al cual las sociedades particulares habían articulado sus lazos sociales. Si el estado moderno se había constituido como momento de unificación de las particularidades existentes, ahora se producía un tipo de movimiento inverso que tendía a poner en evidencia las particularidades que hasta entonces habían sido, como mínimo, disimuladas por el Estado. En ese contexto, una de las consecuencias más evidentes de este problema ha sido el fuerte estallido identitario que se ha producido en el mundo, y que ha cuestionado directa y fuertemente a las grandes estructuras estatales y al sistema político todo.
Es preciso revisar ese contrato social, que parece que en la práctica está destruido, y pensar en actuar desde lo local, analizando lo global (como dice la consigna), revisando el papel del Estado pero no para privatizar sus funciones, como hicieron los neoliberales, sino para socializarlas: dejarlas en manos de la gente al devolver a los cuerpos políticos una escala adecuada. En la sociedad-red en la que vivimos, teorizada por Manuel Castells, existen herramientas teóricas y tecnológicas para avanzar a otras formas de relacionarnos políticamente.
Algunos autores han llamado a este periodo de cambios la Tercera Revolución Industrial y Científico-Tecnológica. Dicha revolución se identifica con una marea de investigaciones científicas, de innovaciones tecnológicas, de cambios en las formas productivas, con creciente vigencia sobre todo en energía nuclear, electrónica, información, comunicaciones, telemática, biología. Un 85% de todos los científicos que han vivido a lo largo de toda la historia están vivos actualmente, y cuentan con mayores capacidades creativas e instrumentales. El conocimiento científico se duplica ahora cada trece a quince años.
Esta Tercera Revolución perfila una fase histórica de mutaciones parciales que podrían desembocar en una mutación global. Ello incluye una gama de factores, componentes, implicaciones y consecuencias.
Como con la extensión en el uso de la imprenta y del protestantismo se modificaron la sociedad y la política, la ciencia y la cultura, las nuevas tecnologías de la comunicación están cambiando nuestro modo de vivir el mundo.
Para el pensador Amador Fernández-Savater “hay una forma de hacer las cosas, lo que podemos llamar el modelo televisión, que está en crisis. Aquel era un modelo unidireccional de emisor-receptor que ha funcionado en la política, en el saber o casi en cualquier ámbito. Y surge otro que es un modelo más en red, donde hay más nodos, donde más gente puede hablar, donde las conexiones son más horizontales. Y en ese modelo la red no está dada, hay que hacerla para que esos enlaces se comuniquen y se entiendan unos con otros. Para que se cree un mundo”.
Si bien la tecnología no hace a la sociedad, sí puede ayudar a su (re)creación y ser un reflejo de ella. Las grandes movilizaciones que ha ocurrido desde inicios de 2011 como las Primaveras Árabes, el 15M-indignados, el Occupy Wall Street, el #YoSoy132, el #OccupyGezi en Turquía o los (aún vigentes) movimientos sociales en Brasilhan tenido a las redes e Internet como una base de apoyo importantes. Se toman las plazas, se toman las calles, se toman las redes. Gentes diversas que se concentran en espacios públicos para exigir cambios políticos, con el lema “no nos representan” o “somos el 99%” por ejemplo, que utilizan las nuevas tecnologías para enlazarse y comunicar al resto de la sociedad e incluso para debatir y proponer. Siempre se encuentran en espacios públicos, no responden a partidos políticos, pero sí están politizados y, como dice Manuel Castells, forman movimientos altamente autorreflexivos. Intentan todo el tiempo encontrar nuevas formas de hacer, que sean incluyentes y participativas.
Todo esto se puede interpretar como reacción a las crisis económicas, pero también como algo más amplio, como una revolución cultural. “Los rígidos modelos verticales para optimizar los sistemas de producción de masas del siglo pasado están siendo remplazados por flexibles redes de intercambio colaborativo que nos llevan hacia una nueva estética de códigos”.
En el trasfondo de estos procesos de cambio social está la transformación cultural de nuestras sociedades, y citando una vez más a Castells, “las características decisivas en este cambio cultural se refieren al nacimiento de un conjunto de valores definidos como individuación y autonomía, que proceden de los movimientos sociales de los años 60 y 70”. Aquí individuación no es entendida como individualismo, sino como la tendencia cultural que subraya los proyectos del individuo como principio esencial que orienta su comportamiento, mientras que autonomía es la capacidad de un actor social para convertirse en sujeto definiendo su acción alrededor de proyectos construidos al margen de las instituciones vigentes, de acuerdo con los valores e intereses de los actores sociales. La transición de individuación a autonomía se opera mediante la conexión en red, que permite a actores individuales construir su autonomía con personas de ideas parecidas.
Un claro ejemplo de esto operó con el alzamiento del EZLN a partir del cual los pueblos originarios de América Latina irrumpen en el escenario de la transformación y cuestionan que el sector obrero de la teoría marxista ya no es el único sujeto de cambio y transformación. En sus discursos es clave el tema de la autonomía y la distinción identitaria.
También es necesario recordar dos movimientos sociales ya asentados, que se fueron extendiendo en los ’70 y ’80, como son el movimiento feminista y el movimiento ecologista, que han estado construyendo discursos y prácticas innovadoras y apelando a romper con valores ya establecidos. Estos movimientos trajeron a primera línea la noción de biopolítica que teorizase Foucault.
Creemos que la transformación más intensa e importante (base de las demás) ha sido la cultural, antropológica, de formas de vida. Es la(re)creación de lo común frente a la guerra de todos contra todos inscrito en la filosofía práctica moderna que hace de cada una y cada uno de nosotros una partícula elemental guiada exclusivamente por el cálculo estratégico en favor de su propio interés. Sin esa transformación, sólo puede darse lo que Antonio Gramsci llamaba “revolución pasiva”: un cambio por lo alto, sin implicación de la gente. Algo que no puede ir muy lejos, porque no hay cambios macro sin cambios micro, no hay otra política ni otra economía posible sin otra subjetividad subyacente.
Una transformación de esta magnitud es la que proponen autores y colectivos humanos que apuestan por un modelo de bienes comunes o commons. Como teorizase Elionor Ostrom, en su Análisis de la gobernanza económica, especialmente de los recursos compartidos, los seres humanos interactúan a fin de mantener a largo plazo los niveles de producción de recursos comunes, tales como bosques y recursos hidrológicos, incluyendo pesca y sistemas de irrigación, áreas de pastizales, etc. Estas prácticas son muy antiguas, pero el capitalismo se encargó de eliminarlas o al menos invisivilizarlas.
Estos procomunes son lo que no son de nadie en concreto pero a la vez nos pertenecen a todas y todas (a veces de maneras más directas, otras más indirectas). Encierran en su esencia un bien común, una comunidad asociada a él y un modo de gobernanza e implican sobre todo un cómo, una forma de organizarse, de participar y de responsabilizarse desde esa participación por el bien social para vivir con aquellos bienes y modelos que heredamos o creamos libremente y queremos que permanezcan así para las posteriores generaciones. Espacios en los que todas las partes implicadas deberían tener acceso, participación y compromiso para asegurar su existencia. Ninguno de estos tres elementos son únicos y hay tantas posibilidades dentro de cada uno de ellos como como procesos de construcción existan. Es por eso que los procomunes son creados y recreados a base de experimentación, sostenibilidad y compromiso cooperativo.
Algunos de los nuevos movimientos sociales recogen estas ideas, practican y actualizan el sentido de que una comunidad de personas activamente se pone de acuerdo para gestionar bienes comunes, ajena a poderes públicos e intereses privados, para garantizar su perdurabilidad o perfeccionamiento. Los ejemplos son muchos (de acuíferos, pesquerías, bosques, Internet, idiomas, etc.) y dan cuenta de prácticas sociales que superan a las que propone/impone el neoliberalismo, y las formas políticas heredadas. ¿En qué escala se pueden desarrollar estas nuevas formas? Habrá que experimentar, adaptándose cada vez a las circunstancias, pero seguramente en forma de red entre colectividades, cambiando muchas de las instituciones y paradigmas de la modernidad urbana occidentalizante.
Así que el Estado ideal, ese mundo absoluto concebido por Hegel, cincelado ahora por los neoliberales, ha alcanzado la tierra prometida: ¡el final!
Los tiempos están cambiando, cantaba Bob Dylan allá por los años 60, siempre cambian, pero el que vivimos en la actualidad parece que conllevan transformaciones profundas, que más allá de alargar los diversos post hace evidente la necesidad de la construcción de nuevos metarrelatos, nuevas grandes teorías que beban del pensamiento moderno, pero que también revisen otras formas políticas anteriores o paralelas, que conformen nuevas formas de analizar lo que es y lo que debe ser y que, sobre todo, no pretendan erigirse como verdades absolutas y universales sino que se promuevan como procesos construidos y por construir. ¿Serán necesarias otras instituciones? Cada grupo social, cada comunidad podría repensar qué marcos convivenciales le son útiles, cuáles son beneficiosos socialmente, y esto claro, debería ser decidido por el conjunto de la sociedad involucrado.
Artículo de @SurSiendo, visto en su página web: sursiendo.com
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