1 de diciembre de 2013

CUANDO EL YO SUFRE



El yo, al no ser sino un manojo de deseos y miedos, está condenado a sufrir.
Sabemos que el dolor es inevitable, pero el sufrimiento es opcional. Por “dolor” entendemos el hecho bruto, sea físico o emocional, que se experimenta tal como aparece, sin resistencia ni añadidos mentales.

Ese dolor se transforma en sufrimiento, bien cuando lo resistimos (en lugar de aceptarlo), bien cuando añadimos sobre él cualquier “historia mental”.

En un caso u otro, sufrimos únicamente cuando –y porque- nos identificamos con el yo o ego. De hecho, como alguien ha escrito, “la desgracia solo significa que las cosas no encajan con tus deseos”.

La consciencia de lo que nos ocurre no sufre ni se ve afectada. Solo sufre el yo: y creemos que sufrimos nosotros porque lo hemos tomado como si fuera nuestra identidad. A partir de ahí, todo lo que le ocurre al yo, pensamos que nos ocurre a nosotros.

Por eso, detrás de todo sufrimiento, hay un pensamiento

erróneo que estamos creyendo como si fuera verdadero. Averígualo por ti mismo/a: cuando sufro, ¿qué pensamiento hay detrás, que me estoy creyendo como si fuera verdadero?

El “primer” pensamiento erróneo no es otro que el de identificarnos con el yo. Y, con él, la creencia en que soy un ser separado de todos y de todo. A partir de ella, se pueden encadenar infinidad de pensamientos erróneos que generarán sufrimiento permanente.

Dentro de esos pensamientos erróneos, hay tres que podemos considerar particularmente graves:
La idea de que yo tengo el control sobre lo que me ocurre; por eso, me afano y preocupo como si realmente dependiera de mí. En realidad, es solo una falsa creencia: si realmente tuviera el control, ¿no habría logrado ser feliz hace tiempo? Por eso, lo que realmente mantenemos es la ilusión de que llevamos las riendas. Por otro lado, si el yo o ego es una ficción mental, ¿quién sería el sujeto de ese supuesto control?
La exigencia mantenida de que las cosas deberían ser como yo quiero. Aquí se arraigan todos los “debería” y “no-debería”, que no son sino fuente de sufrimiento para nosotros mismos y para los demás.
Y el hecho de discutir con lo que es. Tal discusión no es otra cosa que resistencia al presente. Y no puede haber tal resistencia sin generar sufrimiento.

Por eso, frente a esos pensamientos erróneos, con frecuencia profundamente arraigados en nuestras mentes, el camino de salida se formula de una manera simple, aunque, debido a aquella inercia mental, nos resulte arduo vivirlo en la práctica. La actitud sabia puede formularse con estas palabras: Ama lo que es. (Título del recomendable el libro de Byron KATIE, Amar lo que es. Cuatro preguntas que pueden cambiar tu vida, Urano, Barcelona 2002).

No se trata de una actitud indolente, indiferente o pasotista. Es una actitud sabia, que consiste alinearse con lo real. Y, de un modo paradójico, solo al alinearnos con el momento presente –lo que es- encontramos la paz y brota en nosotros la acción adecuada, libre de ego, que tengamos que llevar a cabo. Pero la sabiduría parece que empieza siempre por la aceptación profunda o rendición a lo que es.

Al alinearnos con el presente, al amar lo que es, cesa el sufrimiento, pero queda el dolor.

¿Qué hacer con él? La actitud adecuada se expresa en dos actitudes que han de ser vividas simultáneamente: la no-evitación y la no-identificación. Es decir, se trata de acoger el dolor, permitirle que esté, pero sin reducirse a él.

Del mismo modo que cuidamos el cuerpo, pero no se nos ocurre identificarnos con –reducirnos a- él, así también cuidamos nuestro psiquismo, pero tampoco nos identificamos con él.

Dicho con más precisión: El Amor que somos acoge al psiquismo (yo o ego) que tenemos. Las prácticas de amor hacia uno mismo, el encuentro con el propio niño o niña interior, el cuidado por permanecer en momento presente, la destreza para tomar distancia de la mente y no enredarnos en etiquetas mentales ni en movimientos emocionales… nos ayudarán a permanecer anclados en nuestra verdadera identidad –la Consciencia ilimitada y amorosa- y, así, llevar a cabo una higiene saludable del dolor que aparezca, sin transformarlo en sufrimiento.


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