El cielo no es un lugar al que se pueda llegar, es más bien el punto más íntimo que recordamos dentro de nosotros mismos - nuestra propia presencia, la presencia de Dios, la presencia misma: tierna, cálida, atemporal y libre. El Infierno es el olvido de este Cielo, la exhausta huida del Ahora, la aparentemente interminable búsqueda en el tiempo de aquello que no puede encontrarse en el tiempo. El Infierno es el dolor infinito de la auto-negación, un insoportable anhelo por llegar a Casa.
Sólo la mente humana crearía esas ideas de Cielo e Infierno, Samsara y Nirvana, Dios y diablo, sagrado y profano, y vería la vida como una especie de lucha entre esas polaridades. Pero ahora somos mayores, y más sabios, y el monstruo del armario sólo fue real en nuestra imaginación. Las polaridades
sólo nos estaban apuntando hacia Eso que es anterior a todas las polaridades, a todas las divisiones, a todas las fragmentaciones, a todas las dualidades construidas por la mente. El Cielo y el Infierno desaparecen, cada uno se colapsa en el otro, y lo único que resta es un pequeño petirrojo en el jardín, justo al amanecer, entonando sin miedo su inefablemente exquisito canto de alegría y misterio.
Jeff Foster
(Imagen: Enrique José Choquet)
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