Bauman es uno de los principales referentes en el debate contemporáneo sobre las sociedades de la información en un mundo global. Su caracterización de la cultura en la “modernidad líquida” –término acuñado por él– sostiene que “ninguna de las formas sociales puede permanecer durante un tiempo prolongado”. La “disolución de todo lo sólido” ha sido la característica distintiva del mundo actual. Esa capacidad de disolución -o licuación- se ha acentuado sobremanera: ninguna estructura cultural, ningún valor, ninguna conquista espiritual, hoy, es permanente. Todo se transforma en obsoleto y debe ser
descartado para dejar lugar a otra cosa.
El Papa Francisco –a su vez– habló de la cultura como la siembra del hombre en la naturaleza, y de la incultura que le sigue; es decir, de la asombrosa capacidad de destrucción –que tiene el hombre– de su propia obra. La cultura del “descarte” es para Francisco, más allá de los objetos, la exclusión y aniquilación del hombre mismo. Señala el riesgo de ignorar los dos pilares de una sociedad saludable: los jóvenes, que son el porvenir (los jóvenes ni; ni trabajan ni estudian), y los viejos, que siendo la memoria y la sabiduría de un pueblo son dejados de lado por esta cultura “líquida” que se devora a sí misma en la fugacidad de sus logros.
Recordemos que el concepto tradicional de cultura que viene del siglo XVIII –desde la Ilustración– era una fuerza civilizadora. La cultura fue asociada a una especie de misión social que consistía en educar a las masas a fin de conducir al pueblo a sus más altos logros. Semejaba una especie de rayo de luz que ilumina la oscuridad e ignorancia de los menos favorecidos socialmente, de allí la importancia de la educación por la que tanto luchó Sarmiento.
Cultura, que viene de cultivar, tenía que ver con sembrar costumbres, principios y valores en los espíritus. Este proyecto de la Ilustración fue muy útil en su momento como herramienta para la construcción del Estado nación que se consolidaba históricamente. Más tarde, la cultura pierde este perfil dinámico y se transforma en un conjunto de normas coercitivas de la sociedad, lo que también ha fracasado. La idea de cultura como el medio de mantener el equilibrio del sistema social ha llegado a su fin.
Elite omnívora
Si bien no ha desaparecido la elite cultural, ésta, hoy en día, no es “elitista”; es decir, no discrimina entre asistir a una ópera de Verdi o ir a un concierto de heavy metal: ambos son de su interés y son consumidos indiferentemente. Esta elite cultural es omnívora: acepta y digiere todo tipo de acontecimiento cultural sin distinciones de alta o baja cultura, lo que en apariencia es algo positivo, pero la fugacidad de los hechos culturales hace que nada tenga valor.
Hoy se acentúa a grados inusuales el individualismo; si bien se fomenta la libertad de elección, ya no hay paradigmas que marquen rumbos claros ni a la sociedad ni a los sujetos. Se ha cambiado la cultura como norma, como sistema de prohibiciones o modelos, por un espacio social donde se privilegian las ofertas; cada cual elige la suya. La cultura, actualmente, busca seducir con bienes “deseables”. En esta sociedad de consumo, los bienes culturales, desde la moda, la literatura, el deporte, la música y hasta el arte, son concebidos para el consumo y duran sólo instantes. La flexibilidad de preferencias es, justamente, la insignia de pertenencia a una elite cultural: la máxima tolerancia y el mínimo rechazo.
Naturalmente, la economía entra en los bienes culturales que se han licuado. Orientada al consumo, fomenta la rápida obsolescencia de todo. Un corto televisivo muestra letreros que dicencomprar–tirar–comprar–tirar–comprar–tirar repetidos muchas veces. Somos clientes de una gigantesca tienda dónde cada objeto es “imprescindible”, pero también “instantáneo”, porque deberá ser reemplazado por otros, y otros y otros, y así indefinidamente. En este proceso de cambio constante entran otros asuntos de mayor envergadura, como la identidad personal y el poder. Buscamos ocupaciones urgentes y banales que nos impidan pensar sobre nosotros mismos; a su vez el poder –la política– no se involucra en los problemas sociales y toma distancia de los individuos. La tolerancia se transforma en indiferencia y ello permite vivir juntos sólo en apariencia. El orden social que imponía la cultura ha desaparecido. Hoy la modernidad líquida no acepta orden ni estructuras permanentes.
Esta imagen del mundo actual parece ser acertada; tanto el Papa como Bauman lo creen. De ser así, ella explicaría la incertidumbre y el desasosiego que anida en el corazón de los hombres, quienes se encuentran con las manos vacías de tantas cosas inútiles que pusieron en ellas.
Por Cristina Bulacio - Para LA GACETA – Tucumán. Cristina Bulacio - Doctora en Filosofía, profesora consulta de la UNT.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario