“Tenemos que hacer menos teoría política y tomar más en cuenta la acción social en el terreno”, me dijo hace dos años el sociólogo Richard Sennett durante una entrevista. Acababa de terminar su libro Juntos (Together). Y estaba perplejo frente a las respuestas de distintos gobiernos a la crisis europea. “Usted sabe que la política de izquierda está muerta en Europa, y que ocurre lo mismo en los Estados Unidos”, avanzó. La charla iba camino al atolladero ideológico, pero rápidamente se encausó en los temas que él más domina y que se desgranan y reciclan en sus últimos tres libros, un epílogo para su obra momumental.
Ya hemos hablado aquí de El Artesano, primero de estos tres volúmenes. Allí se proponía mostrar la conexión entre la cabeza y la mano, las técnicas manuales o mentales que hacen posible el progreso de una persona. Un proceso que se puede encarar de manera individual. En Juntos. Rituales, placeres y política de la cooperación (Anagrama, como toda su obra), redobla la apuesta. Sennett sale al rescate de un capital social amenazado: la cooperación. Ahora le queda por delante la recta final de su proyecto. Un trabajo sobre cómo vivir mejor en nuestras ciudades. Los tres libros persiguen un objetivo: “intentar, al menos, ser autores de la vida que vivimos”. ¿Hemos renunciado a la posibilidad de vivir en sociedad? ¿Qué nos lleva a distanciarnos del prójimo? O como inquiría George Simmel: ¿Qué puede estimular el entendimiento mutuo de las personas? Con estas entre muchas otras preguntas nos motiva, nos invita, Richard Sennett.
Juntos… es un libro sobre el desmoronamiento de la cooperación social, con
algunas salidas idealistas. Dice Sennett que los Estados Unidos se ha convertido en una sociedad internamente tribal, donde la gente se opone a reunirse con quienes son diferentes. El flagelo no solo afecta a su país. La desigualdad, por ejemplo, se ha incrementado de manera espectacular en los últimos años en todo el mundo. Basta repasar el famoso coeficiente de Gini para confirmar que la distancia entre la elite y la masa se vuelve cada vez más sideral (van a decir que los números del INDEC desmienten el dato). Bajo el capitalismo, sobre todo bajo está última etapa dominada por la economía de servicios y la especulación financiera, las fuerzas de la cooperación se ven debilitadas como nunca. Y esto sucede por dos vías fundamentales. La desigualdad estructural y las nuevas formas del trabajo, que engloban por supuesto al creciente número de desempleados incluso en las principales economías del mundo. Esas fuerzas producen efectos psicológicos, personas que no pueden gestionar las complejas formas del compromiso social, y se retraen de los desafíos. Sennett sabe de primera mano que si esas desigualdades se sufren desde niño, afectan todavía más nuestras capacidades cooperativas.
Además, la cohesión social también se ve alterada por la reconfiguración de las ciudades. Antes los ciudadanos vivían y trabajaban más o menos en el mismo lugar. Pero la industrialización primero, la huida a los countries después, dividieron a la ciudad. Las comunidades son cada vez menos autodependientes. Sennett ofrece un ejemplo abrumador. Cuenta que, cada vez más, los comercios minoristas pertenecen a firmas no locales. Da el ejemplo de Harlem. Allí, sólo cinco céntimos de cada dólar gastado en Harlem se queda en Harlem. “Como en tiempos de la colonia, las economías minoristas generan una riqueza que es extraída y exportada”, dice Sennett, citando a su esposa, Saskia Sassen. ¿Quiere usted cooperar con McDonalds?
Pero, ¿qué es la cooperación? En la definición de este autor es aquél intercambio en el cual los participantes obtienen beneficios del encuentro. El desafío es reunir a personas con intereses muy diferentes, incluso en conflicto, un punto clave para sociedades que se debilitan, que autodestruyen su capacidad de cooperar. Hay otro desafío, la búsqueda de equilibrio entre cooperación y competencia, un equilibrio que tienen raíces naturales pero que, a juzgar por el libro de Sennett, está siendo culturalmente desviado. Se necesitan habilidades de negociación, intercambios que apuesten a la reducción al mínimo de la competencia agresiva. “Las habilidades para gestionar diferencias de difícil tratamiento se pierden al tiempo que la desigualdad material aisla a los individuos y que el trabajo cortoplacista hace más efímeros los contactos sociales y activa la ansiedad respecto del otro”, dice Sennett.
¿Es la cooperación un don natural, genético? Sí y no. En su recuperación de la historia natural, el autor recurre a la etología (muy de moda). Piensa, reflexiona, cómo consiguen los animales gregarios compatibilizar necesidad mutua y agresión recíproca. La etología también le sirve para hablar del código genético, que proporciona una base para la cooperación. Pero es sólo una base para desnaturalizar el argumento del hombre como lobo del hombre. El problema mayor, ya lo dijimos, es cultural, deviene de la manera en que nosotros construimos conductas más complejas. A juzgar por el libro, durante un tiempo no lo hicimos del todo mal. Y por eso Sennet también rescata ciertas experiencias históricas.
Su repaso histórico llega hasta los días de la Reforma protestante (Siglo XVI), que transformó la cooperación. “El cuadro de (Hans) Holbein (Los embajadores) representa los grandes cambios de la sociedad moderna”, dirá Sennett, haciendo un análisis exhaustivo de la pintura. Se refiere a los cambios de la Reforma en materia religiosa, que fueron acompañados o signados por la renovación de las prácticas de producción material, la promulgación de los derechos laborales encarada por los gremios, etc. Tiempos en que la ciencia empezaba a separarse de la religión. Se retrotrae también a la Comuna de París, en 1871, a la exposición universal de París en el 1900, que celebraba el triunfo de la industria mientras su contracara armaba un enorme debate sobre la cuestión social. El enemigo era el capitalismo emergente. Entre una larga lista de autores, Sennett cita a Robert Owen, padre del cooperativismo, a John Ruskin, sociólogo británico, y a William Morris, artesano, poeta y activista político. Figuras todas cuyo objetivo es más la inclusión que la revolución. El ejemplo actual, muy contrario a aquéllos avances sociales, está en las firmas financieras, dueñas de la mayor desconfianza y también de un poder desmesurado.
¿Se puede usar el pasado como guía para el futuro en las relaciones sociales? Sennett dice que hay que buscar nuevas formas, no restaurar aquellos viejos debates sobre el socialismo y las formas de socialismo democrático. Sostiene que hay cambiar el edificio desde abajo, proclama de la izquierda social y destaca la importancia de mantener la relación cara a cara con la base en cualquier movimiento. Una manera de criticar a las instituciones políticas adormecidas por la burocracia. Para recuperar algunos de los placeres de la comunidad, recurre a la figura de Norman Thomas (1884-1968) líder del Partido Socialista de los Estados Unidos. Destaca la comunicación informal, y la necesidad de reinstalar lo social en el socialismo. Y conseguir, en última instancia, que aquellos que no tienen cabida en esta sociedad, puedan cooperar entre ellos. Avanzar en experiencias para arreglárselas sin los gobernantes. Por eso suscribe una izquierda social por sobre una política. Sennett, a diferencia de Marx, cree en el colapso del capitalismo, no en su derrota. Y suscribe la línea del pragmatismo norteamericano, cuyo principal referente fue el filósofo John Dewey.
Más allá de la disputa ideológica, a la que Sennett no rehuye, el suyo es un trabajo multidisciplinario. Entre las armas que el sociólogo vela en pro de la cooperación están el dialogismo sobre la dialéctica, el modo subjuntivo sobre el fetiche de la asertividad, la simpatía por sobre la empatía. El término dialógico, por ejemplo, se refiere a aquéllas discusiones que no se resuelven en el hallazgo de un fundamento común, es distinto al acuerdo convergente que fuerza la dialéctica. “Las personas que no observan (que no escuchan) no pueden conversar”, dice Sennett. De allí la recuperación de conceptos como el mencionado dialogismo, acuñado por Mijail Bajtin. El destaque de políticos como Saúl Alinsky, en especial su liderazgo a través del uso informal de los intercambios, se complementa con su eterna reivindicación del taller como modelo de cooperación constante. Cita a Confucio, quien creía que el taller hacía de los artesanos buenos ciudadanos. A propósito, el libro está atravesado por una inquietante reivindicación de ciertas costumbres chinas, que a largo plazo podrían marcar diferencias entre el capitalismo oriental y occidental. Por ejemplo, Sennett enfrenta a las empresas de Wall Street con el guanxi chino. Pero ese es otro tema.
Aunque no es el eje del libro, Sennett dedica un buen espacio a abordar las consecuencias de la revolución tecnológica. Ausente el contenido dramático, o pobres en estímulo emocional, los intercambios virtuales que se dan en Internet confunden incluso información con comunicación. Chocan de lleno contra la creación de condiciones que favorezcan la complejidad. ¿Es Internet un medio incapaz de absorver y representar las complejidades que se desarrollan en la cooperación, en la comunicación? Sennett cuenta su fallida experiencia en el grupo de prueba de Google Wave, una red social especialmente diseñada para la cooperación. “Tuvimos que romper el fetiche de la aserción como hábito”. Al igual que ocurre en Facebook o Twitter, el programa de Google confundía comunicación con el hecho de compartir información. En el mejor de los casos, los internautas imaginan la cooperación en términos dialógicos y no dialécticos, buscan un único resultado. Pero la red, como el mundo, está lleno de seres egocéntricos, de comentaristas pagos, que no quieren más que exponer sus verdades. Para Sennett, el inconveniente no estaba en el hardware, sino en un software redactado por ingenieros en sistemas con escaso conocimiento y comprensión del intercambio social. Su crítica no recae sólo en Internet, los seres humanos, dirá, son capaces de mayores realizaciones que las que les son permitidas en las escuelas, en los lugares de trabajo o en las organizaciones sociales y políticas. La capacidad de cooperar de la gente es mucho mayor de la que permiten las instituciones.
Otra de esas costumbres es la exaltación de la solidaridad. El siglo XX permitió la cooperación en nombre de la solidaridad, pero la solidaridad es otra cosa, invita al mando y a la manipulación desde arriba. Encima, en el nuevo capitalismo, el poder se ha distanciado de la autoridad. No lo tienen los estados. Es normal que la gente rechazada y retraída aspire a algún tipo de solidaridad. Pero la cooperación es otra cosa, es una estrategia de resistencia. Citando al sociólogo C. Wright Mills, Sennet habla de una epidemia de ansiedad, de ansiedad de rol, un estado propio de aquéllas personas que desempeñan el rol que se les requiere pero viven recelando de él. Esa, el mismo Sennett lo ha demostrado y publicado en libros anteriores, es una de las causas de la corrosión del carácter. La soledad y el aislamiento que no tienen un alcance existencial o monacal, son dos fenómenos de este tiempo, acompasados por la ceguera narcisista y autocomplaciente, indiferentes a las consecuencias de sus actos. En relación a este tema, Sennett les cae otra vez a los empleados de Wall Street, totalmente indiferentes a las consecuencias de sus hazañas bursátiles.
El narcisismo es un caparazón adormecedor de la psiquis. “En la actualidad, fuerzas que nuestros antepasados no podían prever arraigan la complacencia en la vida cotidiana, el elemento que abre el camino al individualismo y atrofia la cooperación”, dice. Narcisismo, autocomplacencia, falta de compromiso, individualismo. La cooperación se queda sin armas para enfrentar semejantes tendencias. Por eso dice Sennett que las fuerzas institucionales son decisivas. El Estado, por ejemplo, debe actuar para reducir las desigualdades. Pero el foco principal del trabajo del autor de El artesano, está puesto en la relación entre trabajo físico y social. Filosóficamente, Sennett duda de la separación entre cuerpo y mente. Por eso para él, el mundo laboral, el proceso de reparar y producir en un taller, se relacionan directamente con nuestra vida social.
El libro termina con una dedicatoria a Montaigne. Un curioso rescate de las preguntas que Montaigne se hacía sobre su gata Coda. De él extrae una conclusión superadora: “La ausencia de comprensión mutua no debería llevarnos a eludir el compromiso con los demás, a evitar que querramos hacer algo juntos”. Montaigne conoció de cerca el conflicto entre católicos y protestantes. Sufría con los horrores que podía producir la necesidad de la fe, o el sometimiento a un líder carismático. Por suerte no vivió para los Hitler o Mussolini. “La aserción feroz elimina al oyente”, decía Montaigne.
El desafío que nos plantea Sennett es vital. Apunta a relacionarnos en comunidad, con personas a las que no entendemos, ni queremos o, incluso, con aquéllas que mantenemos alguna clase de conflicto. Nuestros puntos de encuentro eran y todavía pueden ser la educación pública, las calles del barrio, los clubes, el lugar de trabajo, pero también la historia. La cronológica y la del pensamiento. Los rituales de conexión se desmoronan, sufren el desapego como experiencia desmoralizadora. Pero el derrumbe todavía nos despierta preguntas. La cooperación, ¿se ha vuelto un ejercicio de resistencia contra nosotros mismos? ¿Hasta qué punto estamos dispuestos a sacrificarnos por esto, para reconstruir el tejido social, para vivir juntos?.
Artículo de Horacio Bilbao, publicado en revistaenie.clarin.com
http://ssociologos.com/2014/04/17/vivimos-en-un-mundo-disenado-para-excluir-que-hemos-hecho-culturalmente-para-que-esto-no-sea-asi/
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