La BBC emitió hace unos días un documental sobre el proceso de gestación de Tubular Bells, el disco que haría mundialmente famoso a Mike Oldfield y sin el cual no existiría Virgin Galactic, según las propias palabras de Richard Branson, propietario de la compañía que promete ser pionera en los vuelos espaciales privados.
Mike Oldfield era un niño que jugaba con la guitarra a tocar unos cuantos acordes que le enseñó su hermana Sally, una apasionada de las nuevas músicas, como la mayoría de adolescentes de mediados de los sesenta. Un día, su padre volvió a casa solo, después de que hubieran ingresado a la madre de Mike para dar a luz. Pero ni ella ni el bebé regresaron en bastante tiempo. Cuando la volvieron a ver, era adicta a los barbitúricos y mecía a un niño imaginario que apretaba contra su pecho.
Fueron tiempos oscuros en la casa de los Oldfield. Mike se refugió en su guitarra y apenas hizo otra cosa que tocar y aprender por su cuenta nuevas técnicas en un ambiente de soledad y angustia.
A los quince años, estaba considerado un virtuoso en los ambientes musicales de un Londres ávido de novedades y revoluciones culturales. Y así pasaban los años, mientras tocaba con unos cuantos colegas de pub en pub
a cambio de dos libras por actuación. Durante algunas tardes de uno de esos oscuros noviembres británicos, hasta arriba de LSD, a Mike le salieron unas notas molonas que tocó en el órgano electrónico de un colega. Las grabó en una casete de andar por casa y las envió a algunas productoras de música para probar suerte.
Ello no bastaba, ni de lejos, para que las grandes compañías se fijaran en él. EMI jamás hizo acuse de recibo de la primera grabación de unos cuantos acordes de lo que luego se llamaría Tubular Bells. CBS, ante la misma grabación, la rechazó por extravagante; ni siquiera incluía una voz cantante.
Entonces apareció otro friki-emprendedor del momento: Richard Branson; un tipo que encontró cierta oportunidad vendiendo discos de forma ilegal a precios más baratos que en las tiendas. Luego, Branson y sus colegas decidieron producir música de grupos emergentes, pero Richard no sabía nada de música: él estaba allí únicamente para ganar dinero.
Sus colegas, Simon Heyworth y Tom Newman, eran en cambio unos melómanos extravagantes. Un día, apareció Mike Oldfield con su cinta casera, suceso que Simon describe como el encuentro con un desequilibrado antisocial y autodestructivo en pleno proceso de ruina psíquica. Pero escucharon la cinta y, cómo no, de tan rara les flipó. Aceptaron producir el disco, y Richard tuvo que confiar en sus socios, así que se las tuvieron que ingeniar para conseguir los instrumentos que se necesitaban para la grabación, demasiados y un tanto fuera de lo común en un momento en que apenas tenían dinero suficiente para comprar unas cuantas guitarras.
Tubular Bells fue el primer disco de Virgin Records. Tardó un año en llegar al número uno de las listas británicas; fue un proceso lento de boca a boca y de empujones progresivos en las radiofrecuencias de los más selectos. Poco tiempo más tarde, el azar quiso que alguien dejara el disco encima de una mesa, en una productora de cine de Estados Unidos, justo cuando unos tipos se reunían para decidir cuanto antes la música de un par de escenas de su nueva película, El exorcista. El disco estaba allí, nadie lo conocía, pero lo pusieron y les gustó cómo sonaban las primeras notas. Aquello bastaba para salir del paso. Y aquello bastó para convertir a Mike Oldfield en un fenómeno internacional.
Sin todas estas pequeñas anécdotas, Richard Branson habría encontrado otras formas de llegar a ser el multimillonario que es hoy y Virgin Galactic existiría sí o sí. Pero las historias fueron las que fueron: un cúmulo de miserias que se amontonaron en el mismo lugar y favorecieron una serie de procesos personales de putrefacción que compostaron apropiadamente el terreno.
Así es la cadena alimentaria que permite la vida. Lejos de la idílica imagen de simpáticos y apacibles herbívoros nutriéndose de plantas con que suelen comenzar las historias del colegio, en la base del proceso está la materia en descomposición, el detritus orgánico, la fuente de energía de todo ecosistema.
Sólo el 10% de la materia vegetal es engullida mientras está viva. El resto muere antes de que algún animal la haya convertido en alimento, y se transforma en detritus. Esta materia en descomposición es reciclada por microbios y sirve de nutriente a gusanos y otros insectos que alimentarán a reptiles y pequeños roedores, los cuales servirán de comida a las aves y otros animales. En cada paso, una parte de la energía se convierte en parte del ser vivo, pero otra gran parte es desechada y devuelta al medio en forma de excrementos que permiten reanudar la serie en su nivel básico, en un continuo proceso de retroalimentación.
La cadena alimentaria no es un camino único, sino una compleja red de interacciones entre los diferentes organismos de un ecosistema, donde las heces son el alfa y el omega de la vida. Nuestros cuerpos están separados de la escoria en únicamente dos o tres grados. Por ejemplo, los vegetales, champiñones y setas son los únicos intermediarios entre nosotros y la materia descompuesta; sólo en un grado más, nos alimentamos de animales, como aves de corral, que se alimentan de insectos que se alimentan de detritos. Y lo mismo ocurre con los pescados y mariscos. Al morir, todo ser vivo se convierte él mismo en materia descompuesta gracias a la cual la vida continua su curso.
El homo sapiens ha evolucionado en cien mil años más de lo que evolucionaron los neandertales en trescientos mil años. El “arqueogenetista” Svante Pääbo especula con la idea de que la clave fue la capacidad para formar grupos grandes, donde el intercambio de información se multiplica y permite que las mejoras técnicas se aceleren. La mutación cultural, de este modo, trasciende la mutación natural y coloca al grupo en una ventaja adaptativa sin precedentes.
La evolución nos ha dotado con una intuición que sólo vale para luchar por sobrevivir en este mundo físico; un hombre de las cavernas que pensara demasiado sobre el sentido de la vida no habría notado la presencia del oso que finalmente le devoraría. Sólo los individuos con mutaciones apropiadas habrían tenido la atención y velocidad de respuesta necesarias para escapar al lance y transmitir sus genes a la siguiente generación.
Todas aquellas mutaciones en que el cerebro desarrollaba otras aptitudes y prevalecían las hormonas que llevaban a la introspección y al gusto por la abstracción condenaban a sus portadores a desaparecer. Pero aunque desapareciera el individuo con mutaciones poco favorables, su huella ya habría quedado impresa en el pensamiento de algún otro individuo con mejores aptitudes y se transmitiría por vía “memética” a falta de un canal genético.
El proceso sigue siendo el mismo a día de hoy. Con sus variantes, las miserias de unos son los nutrientes de otros. La psicología evolutiva considera que el sentimiento trascendente de los seres humanos es un recurso necesario para sobrevivir, un elemento más del sistema inmunitario en su nivel cultural que mantiene activa la voluntad.
En términos físicos, la vida es lucha contra la entropía, es decir, un combate por mantenerse en un estado de desequilibrio frente a la estabilidad que es la muerte. La voluntad sería la aplicación psíquica de las leyes de la termodinámica. Según esto, el propósito para existir es inherente a la existencia misma; todo organismo quiere vivir por la simple razón de que está vivo.
La necesidad de un sentido trascendente llegaría cuando se toma conciencia de que el propio destino es la descomposición del sistema orgánico, físico y mental, para que el flujo de información que es la vida siga su progresión hacia escalas que no pertenecen al individuo.
Es la biosfera, no sus individuos, lo que preocupa a la naturaleza.
¿Será sólo cuestión de selección natural?
http://www.erraticario.com/ciencia/de-miserias-fertilizantes-naturales/
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