7 de febrero de 2014

El alma de la ciencia


¿Podemos fiarnos de lo que ven nuestros ojos? ¿Estamos seguros de la realidad que observamos día a día? ¿Acaso vemos solamente aquello que queremos ver y pasamos por alto todo lo demás? Estas son algunas preguntas que conviene hacerse a menudo por higiene mental, interrogando todos nuestros valores y creencias nada más que con la convicción de que no sabemos nada. Esta prueba para la conciencia, que aparece sencilla en su propuesta, arroja un gran valor y compromiso al hombre, pues lo invita a despojarse de todo aquello que lo hace sentir seguro, para llegar a la más pura incertidumbre, ignorancia y también humildad. Consiste en aceptar que no sabemos nada, que la mente es una ilusión, y en atreverse a observar las cosas tal como son, sin previas concepciones de por medio. La labor científica actual necesita más que nunca de esta consigna procedimental, de este método sin principios, que arroja al observador de los fenómenos a la observación más desnuda. Es ya vieja la dicotomía ciencia-mito y esa respetabilidad tan positivista que a la ciencia se ha dado tal que único medio de llegar a la verdad. Con ello sólo se ha llegado a una paradoja más: la del mito de la ciencia. Y en nuestra sociedad se ha ido arraigando la cultura de que aquello que la ciencia no confirme -ciencia entendida ya como institución académica- no tiene ningún valor. Se ha convertido este mito incluso en una premisa para el consumo, la garantía de todo lo que consumimos ya ha de pasar por el laboratorio: una crema facial es más vendible si sus resultados han sido corroborados por la Universidad de Harvard.
Que la ciencia sabe algo es indudable. Que es necesaria, también lo es. Nadie discute eso. Dejar nuestras vidas en manos de ésta, posiblemente sí sea cuestionable, en tanto posibilidad de llegar a la verdad o, dicho menos pretenciosamente, en tanto posibilidad de hallar un cierto sentido a la vida. La experiencia, el hecho innegable del sujeto, necesita confiar en sí misma

ahora más que nunca. Es seguro, a estas alturas, en que la ciencia ya necesita admitir que sólo comprende que nada comprende, que la sabiduría ha quedado demostrada en su sentido socrático, al menos. Muchos empiezan a aceptar la existencia del alma, y lo que es más sorprendente y gratificante, en la propia materia. El alma puede ser un sinónimo del cuerpo mismo, o de una flor o de todo el universo. Hay quien dijo que todas las cosas tienen alma, pero se puede ir más allá: el alma es todas las cosas en su totalidad y en su individualidad. Bellos son estos versos de Walt Whitman: “¿Alguno quiere ver el alma? / Mira tus formas y tu rostro, personas, estancias, ganados, / árboles, arroyos que corren, rocas y arenas.” Ahora hay científicos que se fijan en los poetas, que ven que los poetas vieron mucho antes lo que ahora la ciencia parece atisbar. Un ejemplo de ello es el libro “Proust y la neurociencia” de Jonah Lehrer, que indaga en los misterios de la neurociencia y en las verdades del arte; y que examina paralelamente, entre otros muchos, al genio de Walt Whitman y al excelente neurólogo Antonio Damasio, por ejemplo.
El alma es nuestra vista y nuestro tacto, nuestras sensaciones y nuestros ríos de pensamientos y palpitaciones musculares, anímicas, poéticas. Las palabras son sólo sombras de pensamientos y los pensamientos vagas sombras del alma. ¿Cómo llega el pensamiento a nosotros, aquello que creemos que somos y que pensamos que creamos? En realidad llega nada más, al igual que el frío hace temblar nuestros cuerpos o una sinfonía de Beethoven pone los pelos de punta o saca lágrimas sobrevenidas de un temblor profundo de belleza sensitiva. Dijo Heidegger, sabedor de lo inefable: “Nunca llegamos a pensamientos. Llegan ellos a nosotros”. Al igual que llega todo lo demás, la vida y sus fenómenos, el ruido o el silencio, las nubes o la sombra de nosotros caminando nuestros pasos. La ciencia, ahora más que nunca, sabe que puede avanzar olvidando lo que sabe, yendo a la esencia de la experiencia sin arrastrar esos prejuicios que paralizan la mirada inocente capaz de descubrir el mundo en un parpadeo. Labor valerosa, sincera, que requiere cuerpo y alma enlazados, totalmente fundidos. Pero que puede abrazar los más bellos milagros: los de la vida misma sucediendo, siendo lo que es, y ver en ello la obra de arte que sustenta cada aparición. Dejemos que lo diga mejor el científico poeta Walt Whitman: “Todas las cosas del universo son profundos milagros, / cada uno más profundo que otro cualquiera”.



Diario La Verdad, 15/08/2010
http://lashorasylossiglos.blogspot.com.ar/2010/08/el-alma-de-la-ciencia.html

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