Que la ciencia sabe algo es indudable. Que es necesaria, también lo es. Nadie discute eso. Dejar nuestras vidas en manos de ésta, posiblemente sí sea cuestionable, en tanto posibilidad de llegar a la verdad o, dicho menos pretenciosamente, en tanto posibilidad de hallar un cierto sentido a la vida. La experiencia, el hecho innegable del sujeto, necesita confiar en sí misma
ahora más que nunca. Es seguro, a estas alturas, en que la ciencia ya necesita admitir que sólo comprende que nada comprende, que la sabiduría ha quedado demostrada en su sentido socrático, al menos. Muchos empiezan a aceptar la existencia del alma, y lo que es más sorprendente y gratificante, en la propia materia. El alma puede ser un sinónimo del cuerpo mismo, o de una flor o de todo el universo. Hay quien dijo que todas las cosas tienen alma, pero se puede ir más allá: el alma es todas las cosas en su totalidad y en su individualidad. Bellos son estos versos de Walt Whitman: “¿Alguno quiere ver el alma? / Mira tus formas y tu rostro, personas, estancias, ganados, / árboles, arroyos que corren, rocas y arenas.” Ahora hay científicos que se fijan en los poetas, que ven que los poetas vieron mucho antes lo que ahora la ciencia parece atisbar. Un ejemplo de ello es el libro “Proust y la neurociencia” de Jonah Lehrer, que indaga en los misterios de la neurociencia y en las verdades del arte; y que examina paralelamente, entre otros muchos, al genio de Walt Whitman y al excelente neurólogo Antonio Damasio, por ejemplo.
El alma es nuestra vista y nuestro tacto, nuestras sensaciones y nuestros ríos de pensamientos y palpitaciones musculares, anímicas, poéticas. Las palabras son sólo sombras de pensamientos y los pensamientos vagas sombras del alma. ¿Cómo llega el pensamiento a nosotros, aquello que creemos que somos y que pensamos que creamos? En realidad llega nada más, al igual que el frío hace temblar nuestros cuerpos o una sinfonía de Beethoven pone los pelos de punta o saca lágrimas sobrevenidas de un temblor profundo de belleza sensitiva. Dijo Heidegger, sabedor de lo inefable: “Nunca llegamos a pensamientos. Llegan ellos a nosotros”. Al igual que llega todo lo demás, la vida y sus fenómenos, el ruido o el silencio, las nubes o la sombra de nosotros caminando nuestros pasos. La ciencia, ahora más que nunca, sabe que puede avanzar olvidando lo que sabe, yendo a la esencia de la experiencia sin arrastrar esos prejuicios que paralizan la mirada inocente capaz de descubrir el mundo en un parpadeo. Labor valerosa, sincera, que requiere cuerpo y alma enlazados, totalmente fundidos. Pero que puede abrazar los más bellos milagros: los de la vida misma sucediendo, siendo lo que es, y ver en ello la obra de arte que sustenta cada aparición. Dejemos que lo diga mejor el científico poeta Walt Whitman: “Todas las cosas del universo son profundos milagros, / cada uno más profundo que otro cualquiera”.
Diario La Verdad, 15/08/2010
http://lashorasylossiglos.blogspot.com.ar/2010/08/el-alma-de-la-ciencia.html
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