Como el oro, metal que, apreció Octavio Paz, materializa la luz solar, residiendo ahí su espiritual valor, su belleza no terrenal y de ansiada posesión, la libertad goza de cualidades parecidas, cuasi no humanas, siendo ejemplos de ésta una paloma blanca, esto es, el vuelo sobre el aire inmaterial y abierto al espacio, ocupándolo sin tocarlo, haciéndose omnipresente y uno con él, cualidad a la que el ser humano aspira (pues el hombre anhela -por encima de todo- a aquello que estima más inalcanzable y que en su deseo sueña en forma de paraíso). Libertad no comparable, dijera Lope de Vega, “ni al bien mayor de la espaciosa tierra”. Ecos nos llegan de un espacio virgen en que residir al oír la palabra libertad. Ecos que acaso se corresponden con el secreto anhelo del alma, todavía inconsciente, pero palpitando hacia la razón, del sueño a la materia. Así ha sido siempre, de la esclavitud a los derechos universales, de la Inquisición a la libertad de credo… Valores que han ido conquistándose, aunque no de forma universal –sólo hace falta ver los telediarios- pero que han podido florecer sobre la tierra.
En lo relativo de las miradas que del mundo pueden darse –una por cabeza que lo habita- se atisba ese legado que es la conquista de la libertad a partir de la forja del individuo y al tiempo la raíz de la complejidad de un sistema lleno de contradicciones debido a la imposibilidad de divisar una verdad
común que no sea el conflicto y la división.
En lo relativo de las miradas que del mundo pueden darse –una por cabeza que lo habita- se atisba ese legado que es la conquista de la libertad a partir de la forja del individuo y al tiempo la raíz de la complejidad de un sistema lleno de contradicciones debido a la imposibilidad de divisar una verdad
común que no sea el conflicto y la división.
Un sistema malévolo en su funcionamiento –hemos diseñado- que consiste en engrasar sus piezas a costa de la aflicción y de la contradicción interna, a costa de una insatisfacción crónica que será la causa del consumo y la producción. Una torre ya muy alta, como la de Babel, cuya grandeza origina su propio derrumbe, cuyo peso denuncia lo insoportable de su sostenimiento, cuya maravilla y creatividad hace patente la monstruosidad de sus posibilidades imaginativas.
Lenguaje sofisticado esparciendo la incomunicación. Artilugios milagrosos de la tecnología que a la vez que patentan la genialidad pensativa también nos hacen temblar de frío ante la falta de carne y aliento en lo robotizado dominando nuestras vidas.
Eso que llamamos Internet no es otra cosa que una metáfora más de la mente humana, del gran robot de la información aspirando a unir en un espacio todos los espacios y saberes, sin distancia, a través de una pantalla, de un ojo conectado a una luz de tres dimensiones. Un punto, como en el “El Aleph” borgiano, desde donde divisar el todo.
Sin embargo, algo nos dice que la idea del robot –gran distopía- puede estallar en cualquier momento, así como el sistema que lo crea, una entelequia de la que nos cuesta afirmar su existencia, un mundo virtual, como el del mercado financiero, que no sabemos si existe o esas cifras son sólo números de boletos jugando en rifas hiperbólicas.
El ruido del mundo actual nos impide ver lo esencial, el silencio, la desnudez de las cosas que ya están aquí.
Sin embargo, algo nos dice que la idea del robot –gran distopía- puede estallar en cualquier momento, así como el sistema que lo crea, una entelequia de la que nos cuesta afirmar su existencia, un mundo virtual, como el del mercado financiero, que no sabemos si existe o esas cifras son sólo números de boletos jugando en rifas hiperbólicas.
El ruido del mundo actual nos impide ver lo esencial, el silencio, la desnudez de las cosas que ya están aquí.
El mundo actual nos exige luchar por algo que tener mañana, desear, consumir, avivando constantemente el ansia de posesión, en la publicidad, en los anuncios que estimulan la inquietud de comprar y gastar, pero, realmente, sin saber por qué.
Hemos dirigido nuestra libertad hacia una tendencia que nunca debió de ser un fin, sino un medio. Hemos hecho de la existencia una tendencia hacia el consumo –o dicho más gravemente- hemos hecho de esa tendencia hacia el consumo nuestro devenir existencial.
¿Y después qué? La libertad no era eso, no era tener la posibilidad de hacer mucho ruido y hacerlo, sino de aún teniendo la posibilidad de hacerlo comprender con la inteligencia la no necesidad del ruido, pues, lo dijo Thoureau, “hay muchas cosas hermosas que no podemos decir si tenemos que gritar”, y hoy muchos gritan, siguen la tendencia pero no la pueden soportar en el fondo. Nadie tiene la culpa, pues todo esto ya funciona solo. Sin embargo, todos podemos cambiar algo.
No se trata de dejar de consumir, ni de huir literalmente del “mundanal ruido”, sino de aprender a navegar en él sin que nos lleve la corriente, de aceptar el medio pero aprendiendo que el fin, la vida misma, es ahora y sólo puede ser descubierta y gozada en este instante. Todos los seres humanos, al llegar a la noche, abandonan el ruido y duermen plácidamente su sueño profundo, regenerándose.
¿Por qué no despertarse y permanecer despiertos también plácidamente? ¿Por qué no dejar de hacer ruido y prestar atención al silencio del que surge y lo hace posible? ¿Por qué no lo hacemos ahora? Es sólo una sugerencia. Una invitación sincera.
Diario La Verdad
Diario La Verdad
http://lashorasylossiglos.blogspot.com.ar/2011/09/ruido.html
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