El carácter vital del trabajo como pilar y símbolo de la moderna sociedad globalizada tiene que ver con su enraizamiento en una cultura determinada, entendiéndose cultura como un sistema de valores, creencias, normas y actitudes que definen lo que se entiende por correcto e incorrecto, por bueno y malo y enmarca los límites del comportamiento esperado de los componentes del grupo humano. No se trata de un sistema cerrado, los individuos inmersos en esa cultura, exploran, experimentan e impulsan procesos de cambio que modifican la percepción de determinados elementos a través del tiempo. El poder, la familia, el trabajo, la ley o la religión, son por tanto instituciones que estructuran la sociedad y están sujetas a modificaciones en sus códigos de significado.
La cultura facilita al individuo una cosmovisión determinada que es compartida por la mayoría y que versa sobre el sentido de la vida y de la muerte, sobre las creencias y también sobre el sentido del trabajo. Por tanto, todas las culturas han resuelto, o al menos han tratado de dar respuesta, a los grandes interrogantes que el hombre se ha planteado a través de su vida en sociedad. El trabajo, como elemento que define la idiosincrasia de una sociedad ha sufrido modificaciones en su simbología y valoración a lo largo de la historia.
El trabajo desde la Grecia Clásica hasta la reforma protestante
Retrotrayéndose en el tiempo hasta los orígenes culturales de nuestra sociedad postindustrial y situándonos en la Grecia clásica, el trabajo era tenido como un elemento menor, negativo, inferior. El trabajo se valoraba como algo que degradaba la propia naturaleza del hombre y quedaba relegado para los esclavos como algo necesario pero indigno. La dedicación a la cultura, la erudición o del simple disfrute del ocio, era en estas
sociedades esclavistas la manera de autorrealización del espíritu del hombre. Es posible que está consideración de la praxis de trabajo como algo negativo, impidiera a la cultura greco-romana destacar en el desarrollo tecnológico, ya que a su gran potencial teórico y cognitivo se oponía una casi nula experimentación y una falta total de metodología práctica. Esta ruptura entre teoría y empirismo y su desprecio por el trabajo, hizo disminuir el potencial de su gran bagaje cultural, al menos en su vertiente más relacionada con los avances tecnológicos.
En la cultura judeo-cristiana el trabajo se define en sus orígenes como algo negativo, nefasto para el hombre. Posiblemente siguiendo los mismos postulados del mundo griego, del cual los hebreos beben en muchos aspectos. Posteriormente la religión cristiana modifica la visión del trabajo como algo malo, fruto del pecado, para concederle un valor de redención y de sacrifico que contiene la virtud de alejar al individuo de las tentaciones y los vicios mundanos. Sobre todo a partir de San Agustín la religión católica hace hincapié en el valor de la sumisión y la obediencia en el trabajo como rasgos positivos a destacar en la nueva cultura de la Cristiandad.
Es con la Reforma Protestante de Lutero cuando la cultura occidental desarrolla los grandes postulados del trabajo como un elemento no ya positivo, sino imprescindible para el buen desarrollo espiritual y social del individuo. Con el florecimiento de la ética protestante el trabajo alcanza un grado de valoración máxima ya que se considera la prosperidad y la laboriosidad como signos inequívocos de la salvación eterna y una señal del agrado divino mediante la predestinación. La vocación profesional es colocada al mismo nivel de la vocación religiosa. El desarrollo de la Revolución Industrial y del Capitalismo en la Europa de los siglos XVIII y XIX le debe mucho a esta cosmovisión impulsada por la Reforma, aunque ambas situaciones (creencias y tecnología) se retroalimentan y se mezclan con muchos otros procesos históricos que se desarrollan en aquel momento y que tienen al trabajo, al capital y a la masa obrera como protagonistas destacados.
El sociólogo alemán Max Weber en su obra: “La Ética Protestante y el Espíritu del Capitalismo”, da cuenta de manera brillante y científica de todo el proceso histórico y de las implicaciones económicas políticas y sociológicas de la emergencia del trabajo como concepto cultural en auge y un valor básico a trasmitir en la socialización de las nuevas generaciones.
Marx: el hombre como ser de Praxis o el trabajo como alienación
Como consecuencia no deseada se produce una situación de vorágine laboral debido al creciente ritmo de expansión del capitalismo industrial y a las deficiencias en los procesos de adaptación de millones de nuevos obreros fabriles que provocan el desbordamiento de las ciudades como consecuencia de la afluencia masiva de este ejército de trabajadores provenientes del campo y de zonas menos desarrolladas.
Desde el análisis sociológico y dialéctico que realiza Marx sobre la cuestión de la alienación, podemos observar que también el trabajo es para los marxistas un hecho muy valorado. El hombre tiene en la autorrealización de su trabajo una de sus características. Sin embargo para Marx el planteamiento calamitoso que hace el capitalismo de la organización del trabajo y la pérdida de control del trabajador del resultado de su obra, le hace infeliz, le frustra y le aísla de los demás y de sí mismo en cuanto que coarta sus verdaderas potencialidades como creador y transformador del medio y la sociedad en que vive. Según palabras de Marx, el hombre es un “ser de praxis”, un ser que desarrolla de forma casi innata las habilidades sociales y que transmite en el proceso del trabajo parte de su propia esencia humana. La importancia del trabajo trasciende así, la mera necesidad de subsistencia. Trabajo y socialización son consustanciales al ser humano y a la cultura en la que está inmerso.
El trabajo en la cultura post-industrial: la maldición del desempleo
La opinión de que “uno es lo que hace” está muy extendida y forma parte de la cultura emanada a partir del siglo XVIII, pero este aparente axioma está produciendo verdaderos estragos en los comportamientos sociales de la clase media y trabajadora de nuestro tiempo; sobre todo si se tiene en cuenta que vivimos una época en la que el sueño del trabajo fijo, estable y regular ha pasado a ser una quimera. El trabajo, como eje central de la actividad social del individuo, le confiere una valía y un reconocimiento ante su grupo de iguales mediante la asignación de un determinado estatus social. La ausencia de trabajo supone exponerse a la pérdida del estatus que el trabajo le otorga.
El hombre y la mujer de la cultural postindustrial han estado sujetos a más cambios sociales en cien años, que el resto de sus antepasados en los últimos mil. El paso de la familia extensa a la familia nuclear, la transformación del rol paterno y su pérdida de autoridad dictatorial dentro de la familia, la liberación de la mujer y la transformación de su papel en un plano de igualdad dentro y fuera de la unidad familiar. Al mismo tiempo, interaccionan también cambios en la estructura social provocados en parte por el advenimiento de la Sociedad del Conocimiento y por los procesos de Globalización que han afectado al planteamiento de los mercados de trabajo. La totalidad de estos elementos configuran el cuadro social que sirve de referencia al individuo para ser reconocido en sus múltiples roles: familiar, ciudadano, político y también para percibir su propio status profesional.
Por tanto, el trabajo se sigue instituyendo como base y motor de nuestra vida y de nuestro impulso vital. La tragedia que supone la pérdida del puesto de trabajo, provoca una situación de pánico a corto plazo debido a las consecuencias de tipo económico que conlleva la falta de empleo. A medio y largo plazo las consecuencias del desempleo son de desconcierto, apatía, pérdida de autoestima y un descenso en la necesidad de interaccionar grupalmente. Las mismas valoraciones culturales, los mismos condicionantes éticos y morales que hicieron del trabajo una necesidad y una virtud a partir de la Revolución Industrial, son ahora transformados en símbolos de culpabilidad y frustración para la legión de desempleados de la nueva sociedad del siglo XXI.
Las tendencias a futuro sobre las tasas de desempleo que puede soportar el sistema económico y su relación con la productividad y la inflación, son las grandes cuestiones que se debaten por parte de economistas, sociólogos, y otros expertos, configurándose como el eje central de discusión en los centros de poder. Lo que no parece tener discusión a estas alturas es que el trabajo se ha convertido definitivamente en un bien escaso, con todo lo que esto conlleva desde la perspectiva cultural. El sistema económico, podrá soportar un determinado nivel de paro y crecimiento (Keynes), pero quizás sea el individuo el que no soporte el papel de trabajador intermitente y residual, o peor aún, el de excluido social.
Trabajo, consumo y exclusión social
La pérdida de referentes que supone la falta de trabajo y la consecuente disminución de la capacidad de consumo, crea en el individuo de hoy una disfunción que afecta a los valores que rigen su vida, valores en los que ha sido socializado y normalizado por y para la actual sociedad de la opulencia (Galbraith). Nuestras sociedades complejas y organizadas en grandes urbes concentran millones de personas, concentraciones humanas donde se genera una gran interacción entre los individuos, interacción que tiene como motores fundamentales el trabajo y el consumo. Ambos agentes que proporcionan orientación e identidad social.
Tomando la premisa enunciada al inicio de este apartado: “uno es lo que hace”, e invirtiendo los términos, llegamos a la conclusión de que “sí uno no hace, uno no es”. Esto es tanto como decir: “sí no trabajas no existes, si no consumes no cuentas”. Es una forma “moderada y amable” de exclusión social que está implícita en la forma en que la sociedad intenta hacer invisible al molesto ciudadano sin trabajo.
El desempleado, queda “sutil y delicadamente” apartado de la sociedad. Como no-trabajador, pierde su utilidad social productiva y como no-consumidor, pierde su capacidad de gasto y endeudamiento; por ambas situaciones, el sistema pierde también interés por un individuo que ha dejado de tener los atributos principales que más se valoran en la cultura occidental: el desarrollo profesional y la tarjeta de crédito.
Columnista de Guillermo Garoz López.
“Licenciado en Sociología, Masters en RRHH y Docente en Formación Profesional; sus proyectos a medio plazo pasan por especializarse en Sociología del Trabajo y ejercer la formación. Ha sido colaborador del portal de contenidos Suite 101 donde ha publicado medio centenar de artículos de diversa temática casi siempre relacionados con el mercado de trabajo y la estructura socioeconómica. Trabaja desde hace 30 años para una gran empresa española del Sector Servicios en diversos puestos administrativos de menor importancia.
http://ssociologos.com/2014/01/14/trabajo-cultura-y-exclusion-social/
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