Quizá, históricamente, vivamos uno de los momentos más interesantes, pues estamos llegando a un período crítico que se sale de todos los procesos y fluctuaciones sociales y se divisa un callejón sin salida cada vez más oscuro y grande, e inminente. No es que el ser apocalíptico enriquezca en algo la situación, pero sí ayuda a que vayamos escuchando las alarmas necesarias para ir apreciando cada vez más las dimensiones del conflicto. Sin ánimo de tremendismo, sino todo lo contrario, de cálida esperanza, llamamos la atención para remediar antes del ‘sin remedio’, para reaccionar cuanto antes y aprovechar, incluso, estos momentos en el que el descontento es masivo, para empezar a soñar el mundo que de verdad querríamos construir, para
intentar tomar las riendas, si cabe un poco, de nuestra ansiada libertad. Somos un cuerpo destinado a la materia, del polvo vinimos y al polvo vamos. “Mi amor es mi peso”, dijo San Agustín, y allí se contiene mi voluntad, mi esperanza, mi verdad. En mi amor, que pesa como un cuerpo hecho de tierra, humano de ‘humus’, se guardan sueños e ilusiones del alma que antes que todo es. En mi amor, que un día fue niño e inocente, que quizá no ha dejado de serlo nunca, aguarda la esperanza de la luz verdadera compartida, parecido al sueño de Cristo o de los budas de la Tierra Pura, de un mundo mejor. En mi amor, que en definitiva es el de todos, que es de lo que estamos hechos cada uno de los seres, duerme -esperando despertar- la conciencia de días venideros que arrojen un hálito de renovados fulgores.
La utopía no es un proyecto, no es una nueva estructura, no es un plan consistente y perfecto… la verdadera utopía parte de la confianza en la fuerza espontánea del compartir humano, se basa en una actitud más que en un modelo de algo concreto. Una actitud interior que posibilite el común florecimiento, una actitud interior que no es dictada por religiones o sistemas políticos. Aunque algunos fenómenos sociales como el cristianismo o comunismo lo intentaron, ese espíritu nace del individuo libre. Todo sistema que busque someter a los individuos, incluso defendiendo las ideas más nobles, esconden seguramente un turbulento plan dentro de sí. Todo sistema que no se renueva con el aliento de quienes lo conforman, muere de estancamiento e inutilidad. La educación, al tiempo, esa esperanza en quienes nos han de relevar, no es hoy el caldo de cultivo apropiado sino todo lo contrario. Hemos creado un sistema educativo basado en introducir datos, en vez de en ayudar a que uno saque lo mejor de sí. Metemos y metemos información y ocultamos el tesoro que ya hay dentro de cada uno, su creatividad, inteligencia, capacidades naturales, artísticas, ingenio… Vivimos en un mundo basado en la técnica que ha apartado el corazón y que sufre sin saberlo la sed de su pobreza espiritual, sumida en el lodo material que no deja ver el bosque claro de lo que somos. Sólo hasta que el ser humano no asuma completamente su naturaleza espiritual como lo que le conforma, naturaleza que iguala a todos los seres (y no separa en religiones, dogmas, territorios, culturas…) no podrá éste avanzar en la conquista de su libertad. La única alternativa entusiasta al capitalismo –si ha de llegar su fin- sostengo que ha de ser este humanismo espiritual evocado, esta constatación objetiva –en definitiva- de que somos algo más que un objeto animado, motivado y manipulado para el consumo. Una vez nos hagamos conscientes de quiénes somos realmente y para lo que estamos diseñados –la conquista de nuestra dignidad, libertad, espiritualidad- ya todo sueño será –simplemente, felizmente- una realidad compartida y convenida.
Diario La Verdad, 22-07-2012
http://lashorasylossiglos.blogspot.com.ar/2012/07/el-fin-del-capitalismo.html
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