El mundo que habitamos trasciende las fronteras de la mente, tal y como entendemos hoy día ese concepto, y empezamos a hablar de otro término mucho más amplio: el de la conciencia. Es ahí donde se instalan los nuevos paradigmas científicos, desde donde puede empezar a entenderse un poco todo esto que llamamos vida. Cuando los límites de la mente se amplían y se van disolviendo, va quedando manifiesta la comprensión de la conciencia
como un todo que iguala todas las cosas en una unidad compartida de identidad: el ser. Todas las cosas son y por ello comparten esa misma naturaleza. Una piedra, una estrella, un ser humano, un océano… todo ello es. Y esta es la unidad mínima significativa que nos compone. En esta sincronía de ser vivimos, nuestro tiempo es el tiempo del ser; y ese tiempo del que hablamos se va pareciendo cada vez más a un no-tiempo, a una eternidad, a una dimensión que ha vislumbrado más allá de su arcaica concepción espacio-temporal. Si apenas hay diferencias entre nosotros, seres humanos que poblamos este planeta, con –por ejemplo- la galaxia más distante -hasta hoy estimada- de la Tierra, podemos empezar a superar toda teoría limitadora y mecánica basada en coordenadas espacio-temporales. Si decimos que la identidad que compartimos –que es ser- es la misma, ya nos sobran las distancias. He aquí -gran reto que se nos presenta- el llamado nuevo paradigma de la conciencia.
Es difícil tratar de asimilar esto desde nuestros habituales métodos de observación, esto es, desde la mente. Sería como pretender que entrara un elefante por el ojo de una aguja. Nuestra mirada ha de ampliarse, mucho. De eso trata la evolución. Los biólogos L. Margulis y D. Sagan han apuntado algo interesante: “La materia viva no está aislada, sino que forma parte de la materia cósmica que la rodea y danza al ritmo que le marca el universo. […] La humanidad no dirige la sinfonía sensible; con nosotros o sin nosotros, la vida seguirá adelante”. Nos damos cuenta de que estas observaciones dejan la vida en manos de la naturaleza, más allá del hombre –que solamente sigue sus huellas. Nos damos cuenta además de que este tono evolucionista es a la vez profundamente espiritual, porque hay algo que trasciende al hombre en todo este movimiento cósmico, hay una verdad natural, ese ser del que estamos hechos, que funciona sincrónica y milagrosamente bien y que podemos equiparar al nombre de Dios, o también al de ese Eros cuyo beso, como en “La bella durmiente”, hace despertar y volar al alma, alma representada en una mujer o en una mariposa, en un suspiro o en una brisa marina, en un poema pastoril o en una sinfonía de Mozart. Todo tiene alma –vida- porque los ojos que miran son esa vida, ese mismo ser… y se reflejan en él, palpitando de conciencia y de realidad. El reloj del universo marca una misma hora para todos: la hora del ser, la hora de la eternidad. No hay caminos ni rutas pequeñas cuando la infinitud es el destino del hombre, cuando la naturaleza traza sus perfiles sin nombre, hechos de luz y de una sola esencia, abierta y siempre nueva en sus incontables manifestaciones. “En el ancho mar, en lo azul del vasto cielo [escribió Tagore] nadie trazó rutas jamás”. Así es. En la inmensidad el camino se pierde, abriéndose paso una verdad sin límites. Esta conciencia tiene otro nombre, también se llama libertad.
Diario La Verdad, 07-10-2012
http://lashorasylossiglos.blogspot.com.ar/2012/10/nuevos-paradigmas-la-conciencia.html
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