La eterna pregunta simboliza el aliento vital que nos permite progresar, andar un paso más hacia lo desconocido, dando luz a las sombras y voz al silencio recóndito. La pregunta está ahí, en cada registro de existencia, como un combustible que nos rellena de asombro e interés por descubrir quiénes somos. En la mayoría de los casos el problema reside en buscar con demasiada celeridad una respuesta y a ser posible en los mismos términos que fue planteada la pregunta, olvidando que sólo cambiando la perspectiva, abriéndose uno a lo desconocido, aparece el gran misterio descifrado. Pues ante una respuesta previsible, no hay hallazgo renovador, sólo
predisposiciones, prejuicios y condicionamientos mentales repitiendo su discurso. El científico alemán Max Planck, padre de la física cuántica, encontró motivos para plantearse la eterna pregunta durante sus investigaciones, sin caer en el error de dejar huérfana a la ciencia de su soporte de sentido: la filosofía. Se dio cuenta de que no es posible hacer madurar un discurso científico sin mirar el origen del problema y reconocer la inmensa ignorancia que todo principio lógico-racional, asentado en su naturaleza causal, trae consigo. Se dio cuenta, como Einstein y otros, de que sólo al reconocer ‘no saber nada’ es posible llegar a saber algo. Y de este modo aceptó el carácter trascendente de la conciencia, llegando a afirmar que gracias a la “visión imaginativa” es posible emitir una hipótesis, viniendo luego la “investigación experimental” a sostener o no en pruebas tales hipótesis. Aceptó, por tanto, que la mayor fuente de conocimiento está en nosotros, íntimamente ligada a nosotros, de forma directa, en lo que llamamos conciencia; que no es exactamente un fenómeno, sino -como apuntó Ken Wilber- “el espacio donde afloran los fenómenos”.
Si no podemos imaginar algo por encima del principio causal, entendió Max Planck, nunca podremos añadir una nueva idea. O en palabras de Wittgenstein: “La solución del enigma de la vida en el espacio y en el tiempo reside fuera del espacio y del tiempo”. El pez dentro de la pecera nunca sabrá que se halla en una pecera, que el universo trasciende los límites de su conocimiento del mundo. Luego la conciencia, que tampoco es exactamente un espacio sino que se encuentra totalmente fuera de las coordenadas espacio-temporales, aunque ellas aparezcan en ésta, es lo que tiene el hombre para verse a sí mismo, y no únicamente la razón (que no es más que una parte del todo, como la pecera para el pez). Los sucesos, los fenómenos, que tienen lugar en la conciencia, se vuelven ya de segunda mano cuando pasan por el filtro de la razón, por la presunción interpretativa de entendimiento, que no hace más que amoldar lo percibido a nuestra forma de entender, de conocer y comprender. Hasta ahora, en Occidente, hemos insistido en afirmar que todo ha de tener una causa, hemos convenido en que la esfera mental se define por la ley de causalidad, y que por tanto: ex nihilo nihil fit (nada viene de la nada). Pero, ¿qué nos impide, modificar esta sentencia y decir, pongamos por caso, que todo viene de la nada? Por ejemplo, del silencio la palabra. Expresado de forma taoísta diríamos que por la nada se sustenta todo. Esa nada o conciencia que sustenta la materia del universo o del átomo, ese vacío que todo lo contiene más allá de la materia, del tiempo o del espacio. Gracias a estas nuevas premisas o rompimientos de la razón, la ciencia ha dado grandes pasos y con ella el hombre, su arte, sus visiones y cosmovisiones. Max Planck abrió el camino cuántico, Dalí quiso pintar los sueños, los símbolos interiores no ordenados por la razón, Proust extendió cientos de páginas a partir de un solo instante y Cervantes impuso su razón mágica frente a la locura colectiva. El hombre sabe reinventarse y reinventar, trascender, su mundo. Porque todo es posible cuando el hombre sueña desde el alma.
Diario La Verdad
http://lashorasylossiglos.blogspot.com.ar/2010/11/ser-o-no-ser.html
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