El dictador más despótico y el más demócrata de los líderes políticos, el sátrapa más cruel y el presidente electo con las mejores intenciones, una gigantesca multinacional que domina su mercado y una nueva microempresa que sueña con arañar parte del negocio como primer paso, la curia de Roma y el pastor de barrio de una religión minoritaria… Y un marido y su esposa tratando de imponer sus criterios en la pareja, y un padre en lucha por el reconocimiento del hijo, y el jefe de su propia empresa (desde el consejero delegado al último jefecillo del área menos relevante), y también Sauron en busca del anillo para gobernarlos a todos… Todos ellos, todos, quieren poder. Conseguirlo, aumentarlo o mantenerlo, y reducir el de sus rivales, o directamente eliminarlos. Poder.
Muy a grandes rasgos el poder es la capacidad para conseguir que otros hagan o dejen de hacer algo, ya sea con amenazas, mediante la persuasión o a cambio de algo. Todo un sueño. Y, por ello, es buscado por todos en los más diferentes ámbitos de la vida. Hobbes veía como “primera inclinación de toda la humanidad”, el “perpetuo e incansable deseo de conseguir el poder”. Nietzsche hallaba “ansia de poder” dondequiera que encontraba una criatura viviente. Y la propia Biblia cuenta que Adán y Eva cayeron en la tentación original por la promesa de que serían “como dioses”, de que serían, a la postre, tan poderosos como Él. “El afán de poder no tiene límites. Su expansión edifica arquitecturas proliferantes y monstruosas, que no tienen más finalidad que la propia satisfacción del deseo”, explica José Antonio Marina en La pasión del poder. Teoría y práctica de la dominación (Anagrama). Todos -todos, también usted, no se engañe- lo quieren.
El ansia de poder absoluto
Todos lo quieren… y lo quieren todo. Y es que el poder tiende al absoluto, a
concentrarse. Individuos y empresas tratan de que el poder, el suyo, tienda al monopolio. Es un proceso natural, o al menos tan frecuente en la historia que lo parece: la predisposición generalizada a acaparar poder. “A los productores (de bienes) no les gusta el mercado, la concurrencia de, y competencia con, otros actores. Tienden al monopolio. De igual modo, se diría que a los políticos profesionales, productores de poder, tampoco les gusta la oposición: tienden al poder absoluto, a la hegemonía, cuando no a la omnipotencia. Y, desde luego, su oficio consiste en maximizar el poder”, sostiene José Varela Ortega en su último título, Los señores del poder (Galaxia Gutenberg), que no pretende ser una historia del poder en España, sino una suerte de historia de los hombres que lo han detentado en la España contemporánea. “Los excesos del poder, lo mismo que la codicia, probablemente, sean consustanciales a la naturaleza del poder y al componente de ambición de la condición humana”, apunta Varela Ortega.
Lo cierto es que desde que el mundo es mundo y casi hasta anteayer, las manifestaciones más evidentes del poder (político, económico…) han sido exclusivas de una minoría de escogidos. El poder ha sido cuasi absoluto durante milenios, con muy pocas excepciones a modo de paréntesis históricos… como el actual. “En la Edad Media no pudieron darse muchos pensamientos ni consideraciones acerca del poder. Éste era masivamente poseído en exclusividad por el príncipe, el noble y el sacerdote. Para la ciudadanía en general, la sumisión era natural, automática y completa”, explicaba John Kenneth Galbraith hace ya tres décadas en La anatomía del poder (reeditado ahora por Ariel).
“Y tampoco cambió mucho la situación tras el advenimiento del capitalismo. Seguía existiendo gobierno y autoridad religiosa, y estaba ahora el poder del mercader y del industrial. El trabajador que acudía diariamente a la fábrica sometía casi la totalidad de su vida al dominio del patrón; lo poco que quedaba era controlado por el Estado o la Iglesia”, prosigue el famoso economista estadounidense. Y es que “para las masas silenciosas, la carencia de poder era el orden natural de las cosas. No se discutía el poder, porque sólo una exigua minoría de gente lo ejercía”.
La ilusión del poder de todos
Aunque no existe nada que siquiera se parezca a un reparto perfecto del poder, con equidad y en igualdad, hoy en día en buena parte del planeta ese poder absoluto ya no es tal. “Son infinitamente más las personas que ahora tienen acceso al poder”, dice Galbraith, “o, lo que es más importante, a la ilusión de su ejercicio”. “La realidad moderna es una combinación de grandes concentraciones organizativas de poder”, las cosas que nunca cambian, “y de una gran difusión entre los individuos en su ejercicio o en su aparente ejercicio”.
Cuando el poder absoluto se fue diseminando entre organizaciones de todo tipo (ya sean de carácter político o en los ámbitos económico y social), los individuos que participan de esas organizaciones o simplemente trabajan en ellas asumen que una parte de ese poder es suyo, que una parte de ese poder les pertenece.
Es evidente que cualquier individuo que viva en una democracia libre contemporánea tiene más opciones de acceder al poder y de ejercerlo (en su medida) como ciudadano que gran parte de la humanidad en los últimos milenios.Pero la ficción o ilusión de que cada uno tiene un poder sustancial y realmente condicionante en tanto que individuo no sólo es ingenua, sino que sirve como vía de legitimación interesada del statu quo y facilita las servidumbres.
“Se enseña a los jóvenes que en una democracia todo el poder reside en el pueblo, y que en un sistema de mercado todo el poder descansa en el consumidor soberano, que opera a través del impersonal mecanismo de la oferta y la demanda, sin explicarles que ésas son verdades que sólo sirven para situaciones de ‘democracia perfecta’ o de ‘mercado perfecto’, que hoy por hoy son inexistentes”, indica José Antonio Marina.
La ilusión de ese reparto hace menos visible, parece, la cara oculta del poder. El filósofo Daniel Innerarity habló del “poder invisible”, el politólogo Ramón Cotarelo alertó de la “dialéctica del secreto” y el sociólogo Enrique Gil Calvo analiza en su último libro Los poderes opacos (Alianza Editorial). “El verdadero poder es opaco porque se ejerce en secreto, a puerta cerrada, en petit comité, de forma anónima y más por omisión que por acción”, sostiene Gil Calvo. “Todos los poderes son opacos incluso cuando no espían ni defraudan ni se corrompen. Y esa opacidad política resulta omnipresente, pues no se limita a las autoridades públicas y a la clase política sino que está presente en toda forma de poder social y económico”.
El poder ya no es lo que era
La toma de conciencia de la existencia de estos poderes fácticos ocultos ha dado alas a la percepción aparentemente generalizada de que hoy el poder está más concentrado que nunca, de que los poderosos han acrecentado su alcance potencial y de que los que cortan el bacalao, a la postre, lo hacen en la sombra, fuera de foco, siendo así mayor su eficacia. A contracorriente se posiciona Moisés Naím (exministro venezolano, exdirector ejecutivo del Banco Mundial y exdirector -lo fue por casi tres lustros- de la prestigiosa revista Foreign Policy), quien sostiene en su último libro, El fin del poder (Debate), que existe una degradación progresiva de ese poder, una dilución evidente y una pérdida de eficacia del poder mismo.
Los grandes polos de poder ya no se concentran sólo en Occidente y están llegando a Oriente, están pasando del norte al sur, de hombres a mujeres, de viejos a jóvenes… Los gigantes empresariales siguen siéndolo, sí, pero les comen terreno (o incluso los desbancan) nuevas empresas más pequeñas y más ágiles. Incluso las grandes religiones ven cómo les van restando adeptos versiones minoritarias de sus credos. Los liderazgos fuertes existen, pero cada vez son más efímeros. La capacidad para encaramarse en la cima de la política y de la empresa se ha vuelto más inestable. Las barreras que protegen el poder se han debilitado y una vez que se sortean cada vez es más difícil emplear ese poder y, sobre todo, conservarlo.
“El poder se está degradando. El poder ya no es lo que era. En el siglo XXI, el poder es más fácil de adquirir, más difícil de utilizar y más fácil de perder”, apunta Naím. “Esto no quiere decir que el poder haya desaparecido ni que no existan todavía personas que lo poseen, y en abundancia. Los presidentes de Estados Unidos y China, los consejeros delegados de J.P. Morgan, Shell Oil o Microsoft, la directora de The New York Times, la directora del FMI, y el Papa siguen ejerciendo un poder inmenso. Pero menos que el que tenían sus predecesores”.
Los micropoderes y las tres ‘revoluciones’
Naím entiende que el mundo ha vivido tres grandes revoluciones que han hecho más difícil a los poderosos levantar barreras lo suficientemente fuertes para mantener a raya a sus rivales: la revolución del más (hay más población, más países, mayor alfabetización, mejor acceso a la salud, más productos, más partidos… hay abundancia de todo); la revolución de la movilidad (ese ‘más’ se mueve más que nunca, más rápido y a menor coste); y la revolución de la mentalidad (se han asentado grandes cambios en los modos de pensar y ahora son mayores las aspiraciones personales y las expectativas sociales como consecuencia de estas transformaciones).
Estos cambios han servido para engendrar nuevos micropoderes en todos los ámbitos: formaciones políticas de nuevo cuño, nuevos movimientos sociales, nuevas religiones, empresas de nueva creación capaces de revolucionar el mercado con pocos recursos… No hablamos sólo del 15M o de innovadoras ‘start ups’ tecnológicas, sino que se trataría de toda una arquitectura nueva del poder mismo.
“El poder se está dispersando cada vez más y los grandes actores tradicionales (gobiernos, ejércitos, empresas, sindicatos…) se ven enfrentados a nuevos y sorprendentes rivales, algunos mucho más pequeños en tamaño y recursos”, advierte Naím. “El poder que tienen [estos micropoderes] es de un tipo nuevo: no es el poder masivo, abrumador y a menudo coercitivo de grandes organizaciones con muchos recursos y una larga historia, sino más bien el poder de vetar, contrarrestar, combatir y limitar el margen de maniobra de los grandes actores”.
La élite sigue siendo élite, y el rico sigue siendo rico, pero el potencial de los nuevos micropoderes iría más allá del simple pataleo. E incluso Naím advierte, como efecto perverso, del riesgo de una suerte de “vetocracia” con capacidad para paralizar el sistema, al tiempo que alerta de que la degradación del poder puede ser terreno fértil para demagogos y nuevos “líderes cargados de malas ideas”.
Internet no es el origen de todo
Internet ha supuesto una verdadera revolución para las relaciones personales, ha acelerado aún más las relaciones económicas y, quizá menos de lo que muchos esperaban (pero más de lo que otros muchos deseaban), ha matizado las relaciones políticas entre ciudadano y gobierno, haciéndolas más horizontales (un poco) al conseguir dar voz y altavoz a los ciudadanos. Google da acceso a toda la información publicada. La blogosfera convierte al ciudadano en productor libre de contenidos accesibles a escala global. A través de Facebook y Twitter podemos entrar en contacto en tiempo real con gentes de todo el mundo. Youtube pone toda la fuerza de la imagen a disposición del más común de los internautas… Pero parece que existiera una verdadera obsesión (exagerada) por convertir internet en explicación de todos los cambios que vive el planeta.
Manuel Castells, el sociólogo español más reconocido e influyente en el ámbito internacional actualmente, entiende que internet y sus redes horizontales han transformado ese proceso de comunicación necesario para la movilización social. Es ese nuevo modelo de autocomunicación de masas (masivo pero basado en la autoorganización de los individuos) el que condiciona las relaciones de poder en la nueva sociedad red de la era de internet, según las tesis que recoge Castells en sus dos últimos títulos, el gran Comunicación y poder y el más ligero, pero interesante, Redes de indignación y esperanza (ambos en Alianza Editorial). Sin embargo, Castells destaca la utilidad de las nuevas tecnología pero insiste en desvincularlas del origen de los cambios sociales.
“Ni internet ni ninguna otra tecnología puede ser origen de una causalidad social. Los movimientos sociales surgen de las contradicciones y conflictos de sociedades específicas. Sin embargo, es fundamental hacer hincapié en el papel decisivo de la comunicación en la formación y práctica de los movimientos sociales”, sostiene Castells en Redes de indignación y esperanza. “Las personas sólo pueden desafiar a la dominación conectando entre sí, compartiendo la indignación (…) Y la forma fundamental de comunicación horizontal a gran escala en nuestra sociedad se basa en Internet y las redes inalámbricas”.
Los manifestantes que protagonizaron la Primavera Árabe o los que llenaron las calles de España en torno al 15M utilizaron Twitter o Facebook para organizarse y difundir sus reclamaciones, pero las motivaciones que les hicieron estallar y los objetivos que pretendían alcanzar poco tienen que ver con las redes sociales, sino con un mundo real y analógico. “La degradación del poder no se debe a internet ni a las tecnologías de la información en general. Es innegable que internet, las redes sociales y otras herramientas están transformando la política, el activismo, la economía y, por supuesto, el poder, Pero ese papel, importante, se exagera y malinterpreta con demasiada frecuencia”, explica Naím. “Las nuevas tecnologías son eso, herramientas, que para causar efecto necesitan unos usuarios que, a su vez, tienen objetivos, dirección y motivación”.
De hecho, el fervor de los ciberutópicos sobre el poder democratizador de las redes sociales es respondido por algunos autores alertando del enorme pragmatismo con que actúan los regímenes autoritarios haciendo uso de las nuevas tecnologías para sus propios fines. “Los ciberutopistas, que no previeron la reacción de los gobiernos autoritarios a internet, tampoco predijeron lo útil que resultaría para los propósitos propagandísticos de éstos, la maestría con que los dictadores aprenderían a utilizarlo para vigilar a sus súbditos, ni hasta qué punto se perfeccionarían los sistemas modernos de censura en internet”, contrapone Evgeny Morozov en El desengaño de internet (Destino). La misma advertencia hace el propio Naím: “Las mismas tecnologías de la información que dan poder a los ciudadano”, dice, “han servido también para crear nuevas vías de vigilancia, represión y control gubernamental”. Cara y cruz del potencial político de las nuevas tecnologías.
Artículo de David Page, visto en Expansión.com
http://ssociologos.com/2014/02/12/cuanto-poder-tienen-hoy-los-poderosos-de-siempre/
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