La pervivencia de la libertad del individuo se perfila como cuestión a debatir en casi todos los aspectos de la vida, siendo en primer término la libertad social la que caracteriza el devenir humano. Un hecho evidente, que no deseable, es el que hace al hombre esclavo de sus pertenencias, de su estatus y de sus aspiraciones mundanas. La terrible ‘vanitas’ queda impregnada en el engranaje de las acciones.
Siguen resonando aquellos versos primeros de la “Epístola moral a Fabio”: “Fabio, las esperanzas cortesanas / prisiones son do el ambicioso muere / y donde al más activo nacen canas”. El espejo social de las apariencias ha conducido al individuo a su enmascaramiento. El temor no se desenmascara si nunca termina de incrementarse su atuendo y maquillaje, en un constante vocerío de artificios donde finalmente ya no existe espejo en que reconocerse, salvo el espejo virtual de los valores convenientes. No queda otra alternativa –para vernos reales- que la aprobación del otro o del grupo. La libertad social, por otra parte, es fundamental y positiva en sus aspectos más profundos, como son los vínculos personales, la cooperación y la solidaridad entre los individuos, que nace siempre cuando es sincera, comprometida, asumiendo que el otro es uno mismo.
Una búsqueda del ‘bien común’, en definitiva. La historia y la literatura nos cuentan que el hombre nació para las guerras, pero también para evitarlas, que nació para luchar por su grupo pero también para salvar y comprender al otro, aunque no perteneciera a su grupo. Hemos de aceptar esta tragedia o
dualidad implícita en lo humano con el fin de no repetir lo destructivo, es decir, aquellos hábitos nocivos que patentaban el temor y el sufrimiento propio o ajeno. Hemos de aceptar para cambiar. Las “esperanzas cortesanas”, ese deseo de ser a través de la legitimación social que el grupo dictamina, conduce a muchos a hacer aquello que creen es lo aceptado por el otro para ganarse a sí mismos, a pesar de ir en contra de su propia conciencia y voluntad. Entonces la libertad social se transforma en esclavitud. En egoísmo socializado, como una marea que arrastra incluso a los que nadan contracorriente.
Hace unos ciento veinte mil años, los hombres se reunieron para hacer algo distinto a marchar de guerras o de cacerías, que fue enterrar a sus muertos, lo que Canetti llamó 'muta interna', pues de algún modo su actividad iba motivada hacia dentro; el viaje no tenía un fin externo, sino que supuso un alto en el camino, un afecto, miedo o respeto, consistente en guardar un cuerpo ritualmente, con flores simbolizando lo perenne y seguramente entre lágrimas derramadas. Allí donde hay grupo en torno al muerto, pende la soledad de un hilo encendido por la incertidumbre. Allí donde algún otro queda yerto, caído como estatua sobre la tierra, aparece uno mismo viéndose solo, acompañado del abismo sagrado en mirada al cielo, poética e interior, reclamando una respuesta que afirme el sentido del camino, en mitad de los acostumbrados quehaceres ya despojados de sentido, desvelada su trivialidad, en esos instantes críticos donde el tiempo se detiene entre preguntas, asombros y quejas llameantes.
dualidad implícita en lo humano con el fin de no repetir lo destructivo, es decir, aquellos hábitos nocivos que patentaban el temor y el sufrimiento propio o ajeno. Hemos de aceptar para cambiar. Las “esperanzas cortesanas”, ese deseo de ser a través de la legitimación social que el grupo dictamina, conduce a muchos a hacer aquello que creen es lo aceptado por el otro para ganarse a sí mismos, a pesar de ir en contra de su propia conciencia y voluntad. Entonces la libertad social se transforma en esclavitud. En egoísmo socializado, como una marea que arrastra incluso a los que nadan contracorriente.
Hace unos ciento veinte mil años, los hombres se reunieron para hacer algo distinto a marchar de guerras o de cacerías, que fue enterrar a sus muertos, lo que Canetti llamó 'muta interna', pues de algún modo su actividad iba motivada hacia dentro; el viaje no tenía un fin externo, sino que supuso un alto en el camino, un afecto, miedo o respeto, consistente en guardar un cuerpo ritualmente, con flores simbolizando lo perenne y seguramente entre lágrimas derramadas. Allí donde hay grupo en torno al muerto, pende la soledad de un hilo encendido por la incertidumbre. Allí donde algún otro queda yerto, caído como estatua sobre la tierra, aparece uno mismo viéndose solo, acompañado del abismo sagrado en mirada al cielo, poética e interior, reclamando una respuesta que afirme el sentido del camino, en mitad de los acostumbrados quehaceres ya despojados de sentido, desvelada su trivialidad, en esos instantes críticos donde el tiempo se detiene entre preguntas, asombros y quejas llameantes.
Sabe el hombre que la vida es un trasiego efímero y mora en su duda saber si hay conclusión o continuidad alguna a lo que es. Mientras tanto pasa su tiempo sin saber qué hacer de él, ligado a la sociedad como un cordón umbilical que le estira incesante hacia no se sabe dónde. Ve en los telediarios la sinrazón desplegada por todos lados y sospecha taciturno que las personas que sufren o que causan el sufrimiento son todos sus hermanos, individuos espejos de una misma especie. Sabe, en el susurro de su corazón, que no hay enemigos posibles, como anunció Jesucristo, sino inconsciencia, severa ignorancia que enturbia la verdad del latido unánime: la vida.
La libertad respecto al otro nos invita a pensar con el otro y no a pensar únicamente desde el otro. No se trata de conquistar lo que no es propio para ganar la libertad, sino de desplegar lo que de libres en esencia nos constituye. Dando mi libertad, hago libre al otro. Cautiva duerme la razón de la libertad auténtica, cuando las cadenas que el grupo impone impiden dar pasos hacia dentro. En el liberalismo la libertad nada más es un medio para un único fin: el beneficio propio. Es decir, gánate al otro para ganar tú, podría ser su slogan. Un egoísmo encubierto por un altruismo necesario, interesado. El liberal siempre da lo que tiene, pero a un precio muy alto, porque la libertad, dirá cínicamente, es un tesoro.
La libertad respecto al otro nos invita a pensar con el otro y no a pensar únicamente desde el otro. No se trata de conquistar lo que no es propio para ganar la libertad, sino de desplegar lo que de libres en esencia nos constituye. Dando mi libertad, hago libre al otro. Cautiva duerme la razón de la libertad auténtica, cuando las cadenas que el grupo impone impiden dar pasos hacia dentro. En el liberalismo la libertad nada más es un medio para un único fin: el beneficio propio. Es decir, gánate al otro para ganar tú, podría ser su slogan. Un egoísmo encubierto por un altruismo necesario, interesado. El liberal siempre da lo que tiene, pero a un precio muy alto, porque la libertad, dirá cínicamente, es un tesoro.
La libertad pasa a ser propiedad privada, siendo necesario pagar por acceder a ella. Evidentemente hay una única llave: el dinero. Y en fatal espejismo la conquista de la libertad se homologa a la conquista del dinero. Espejismo y paradoja, pues cabe hablar entonces de otro tipo de esclavitud: la del hombre que equipara su libertad a lo que tiene y el costoso precio que supone alimentar esa falsa identidad. Y mientras tanto la muerte acecha, recordándonos que no somos nada de eso, sino un alma desnuda e infinita, sin trajes ni oros que la constaten. Sólo quien descubre ese tesoro, esa libertad de dentro, ya es rico para siempre.
Diario La Verdad
Diario La Verdad
http://lashorasylossiglos.blogspot.com.ar/2010/11/lo-que-queda-de-la-libertad.html
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