Esta nueva propuesta abre sus puertas a bandas locales y a los amantes del género. Leeds. Una casa de clase media a las afueras de Leeds, ciudad industrial del norte de Inglaterra. Un jardín poco cuidado y una luz temblorosa colgando del dintel de la puerta. Un salón pequeño lleno de libros. Y al fondo, un señor mayor, alto, flaco y con una mata de pelo blanco sin peinar que le cuelga a los lados de la cabeza mientras fuma pipa.
Zygmunt Bauman, polaco exiliado en Inglaterra desde los años 70 y catedrático emérito de la Universidad de Varsovia, es uno de los sociólogos más influyentes de Europa.
Bauman, de 89 años y premio Príncipe de Asturias de Ciencias Sociales, sonríe, contesta con pasión sobre desigualdad, consumismo y la búsqueda humana de la felicidad. Hasta que oscurece, 30 minutos después del tiempo pactado, y le dice al periodista: “¿No estará usted cansado?”.
Usted sostiene que el crecimiento económico solo beneficia a una minoría.
El crecimiento económico no es un buen medidor del desarrollo económico. No tiene en cuenta cómo se distribuye el dinero. Hace unas décadas, en Europa hablábamos de un 10 por ciento rico, un 10 por ciento pobre y unas enormes clases medias. Ya no es así. Ahora es el 1 por ciento, 85 personas acumulan tanta riqueza como el 50 por ciento de la población mundial.
¿Vamos hacia sociedades más desiguales?
Siempre hubo desigualdad. Nunca hubo una sociedad completamente
igualitaria. Pero si exceptuamos un pequeño período tras la Segunda Guerra Mundial, hace mucho tiempo que la desigualdad no hace más que aumentar.
¿Cómo afectó la crisis?
Después del colapso financiero del 2007 y el 2008 hubo una cierta recuperación económica. En Estados Unidos esa recuperación fue clara, pero el 1 por ciento más rico de EE. UU. se apropia desde entonces del 93 por ciento del resultado de esa recuperación.
Muchos países sufren tasas enormes de desempleo juvenil…
Lo que hará aumentar más esa desigualdad. La generación ahora joven es la primera en mucho tiempo, tal vez en siglos, que no conseguirá siquiera el nivel de vida de sus padres. Antes, cada generación estaba segura de que empezaba su vida desde el nivel que habían alcanzado sus padres.
¿Serán eso que usted llama el “precariado”?
Hace 20 o 30 años había una clase pobre y una élite. Pero en medio estaba la mayoría de la población, las llamadas clases medias, que vivían relativamente bien y prosperaban. Esas clases medias están siendo tremendamente afectadas en los últimos años. Lo más distintivo de la caída de las clases medias es la precariedad, la inseguridad, el miedo, la incapacidad para tener confianza en el futuro, para mantener su nivel de vida.
Muchos sociólogos dicen que esa clase media es el sostén de la democracia.
La democracia moderna se hizo a la medida de las clases medias. La aristocracia tiene su posición social garantizada, así que no necesita avanzar. Los más pobres no podían avanzar, pero las clases medias sí, y ese fue el gran impulso de las sociedades democráticas modernas. Cada joven de clase media tenía que recrear con su esfuerzo, talento y trabajo la posición que había conseguido su familia. Había presión para actuar en sociedad, compromiso de participación política y confianza de vivir en un mundo de relativa seguridad, de perseguir su propia felicidad. La democracia moderna funcionaba y se alimentaba de esas gentes de las clases medias.
¿Y cuál es el cambio?
Hoy vemos un fenómeno preocupante: la élite política ya no habla el mismo lenguaje que la gente y presta poca atención a sus problemas reales. Eso está generando un divorcio entre poder y política.
¿La gente se está cansando de la política?
Pero se debe a ese divorcio. Poder es la capacidad de hacer cosas, política es la capacidad de decidir qué cosas hacer, de elegir. Los gobiernos tienen políticas, programas, pero no el poder para aplicarlos. Antes, los gobiernos tenían el poder y hacían política. Eso ya se acabó porque el poder emigró y es global, pero la política sigue siendo tan local como hace 400 años. La política no tiene poder y el poder no tiene control político. En esa situación, las clases medias cada vez influyen menos, y eso es un peligro mayor para la democracia.
Hay más desigualdad, pero en muchos países de América Latina la clase media está creciendo.
Sí, hay algunos avances, pero no soy optimista. Brasil consiguió parar el crecimiento de la desigualdad y sacó de la pobreza extrema a varios millones de personas, pero son excepciones y no durará porque la soberanía de estos países es limitada. No hay un solo país en el mundo que tenga verdadera soberanía económica. Ningún gobierno puede defender a su población de una tendencia que es mundial y a la que no se pueden poner barreras, por lo que no habrá grandes diferencias en los procesos sociales entre diferentes países. Simplemente porque las fronteras no te protegen del impacto de las fuerzas sobre las que no tienes control.
¿Cree que hay riesgo de involución del concepto de unidad europea?
Que 18 países compartan una moneda es increíble, la historia nunca vio algo así, pero su estructura está mal diseñada y así no durará mucho tiempo. Estamos en un momento de reforma y transición, Europa está en una encrucijada.
¿La eterna pelea entre federalistas y antifederalistas?
Algo así, pero que va más allá. Hay países que quieren recuperar competencias. Empujan hacia una nacionalización. La otra tendencia es la federalista, pero es muy difícil porque va contra la idea de las soberanías que ha gobernado a Europa desde hace siglos.
¿Un callejón sin salida?
En estas condiciones, habría que ir hacia un modelo que produzca soluciones globales a los problemas producidos de forma global. Teóricamente, en algún momento en el futuro podrían empezar a verse soluciones globales, pero para eso harán falta instituciones democráticas globales, un parlamento global elegido, una corte suprema global que decida lo que es justo y lo que es injusto, y alguna especie de poder administrativo.
Eso parece estar muy lejos…
Sí, pero Europa está en algún sitio a medio camino. Ya no existen aquellas soberanías nacionales bien delimitadas. Europa muestra que los países pueden cooperar y no solo competir. El escritor sudafricano J. M. Coetzee escribió que “no fue una decisión de Dios, ni una necesidad natural, que los países compitieran unos con otros, podrían cooperar en beneficio mutuo”.
Europa es un laboratorio en el que se están definiendo los métodos para que los países puedan manejarse en ese nuevo mundo. Creo que Europa está jugando un papel muy importante en este momento de la historia, porque cooperar es lo que el mundo necesita más que nunca para asegurar el futuro de la humanidad.
Usted asegura que el consumismo nos cambia. ¿Cómo lo hace?
Esta sociedad de consumidores asume que para cualquier problema social su primera respuesta es el crecimiento del producto interno bruto (PIB) y el consumo.
Si quieres ser feliz, cómprate algo. Si quieres hacer feliz a tu hijo o a tu mujer, cómprales algo. Pero esto genera dos problemas. Se asume que no hay límites naturales a la producción, pero es falso porque nuestro planeta tiene recursos limitados.
Y se olvida que hay otras formas de ser feliz sin crecimiento económico y sin consumir, porque además la mayor parte del provecho del crecimiento económico se la llevan los más ricos. Este crecimiento podría sustituirse con redistribución, que mitigaría este absurdo nivel de desigualdad. Se puede usar la riqueza del planeta de una forma más racional, más sabia, más moral.
¿Y dónde estaría la felicidad?
Simplemente valorando el placer del trabajo bien hecho, el placer de cooperar, de ayudar al vecino. El placer que da la familia, pero estamos olvidando cosas así de simples. Los niños desde una edad muy temprana, reciben toda clase de adoctrinamiento ideológico para que consuman.
Usted creó la teoría de la sociedad “líquida”, que define como aquella “en la que las condiciones de actuación de sus miembros cambian antes de que las formas de actuar se consoliden en unos hábitos y en unas rutinas determinadas”.
En estas sociedades líquidas, ¿cómo hacemos para crear relaciones sólidas?
Ese es el gran asunto, pero desgraciadamente no tengo la receta. Solo digo que hay dos valores indispensables para dignificar la vida humana: seguridad y libertad. Necesitamos los dos. Seguridad sin libertad es esclavitud, y libertad sin seguridad es el caos.
Pero hoy se daña la seguridad económica en nombre de la libertad económica…
La importancia de esta combinación la dio lord Beveridge (jefe del comité que diseñó el welfare –estado benefactor– británico después de la II Guerra Mundial). Redactó un informe que se aplicó para crear las instituciones del welfare: educación y sanidad gratuitas, salario mínimo, viviendas sociales… Y duró décadas. Lo importante es que él no era un socialista. Era un liberal, pero creía que el welfare era la corona del movimiento liberal.
Hoy no se entiende así…
El movimiento liberal original era sobre libertad individual, pero para tener libertad individual, para ser realmente libres todos necesitan una seguridad básica. Si estás luchando por el pan, no eres libre.
¿Qué le parece lo que sucede en Venezuela?
El presidente actual no tiene el carisma que tenía el expresidente Hugo Chávez y la situación económica es peor. Es un proceso muy doloroso para gran parte de la población. Fue un país muy desigual hasta la llegada de Chávez. Quisieron darle la vuelta, y cuando haces eso dañas a alguien, alguien gana y alguien pierde.
Artículo de Idafe Martín Pérez, enviado especial de EL TIEMPO
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