25 de enero de 2015

Naturaleza y Cultura, opuestos que reconciliar


La dicotomía entre lo natural y lo cultural, y su invalidez cada vez más clara.

El ser humano necesita los opuestos para ordenar la realidad, aunque la forma que estos toman no es necesariamente universal. Naturaleza y cultura son dos conceptos que nos hemos construido para ese propósito, pero observando sus límites, origen histórico y ausencia en otras sociedades, logramos entender que es, en efecto, un constructo ideológico en crisis.

Prácticamente desde que tenemos uso de razón aprendemos a diferenciar. Bueno de malo, real de irreal, vida de muerte, juventud de vejez, masculino de femenino; las oposiciones binarias son, según el antropólogo Lévi-Strauss, la base universal de la naturaleza del pensamiento humano. Incrustadas en lo más implícito de nuestro pensamiento, nos ayudan a ordenar lo que nos rodea, a dar sentido a la realidad que nos envuelve. Sin embargo, ¿son dichas dualidades, obvias para cierta cultura, compartidas por todo ser humano? ¿Es el orden que le damos al mundo, de hecho, el orden, o simplemente una visión más en un universo de infinitas interpretaciones del mundo? No hace falta viajar más allá de Occidente para observar cómo, en el curso de “nuestra” historia, concepciones de la realidad han ido cambiando: ideas sobre moral que se muestran maniqueas o absurdas a los arrogantes ojos del
presente, maneras de relacionarse con el mundo que, aunque estuvieran legítimamente arraigadas en su tiempo, nos parecen hoy parte de otro universo filosófico. Nuestra forma de ver el mundo cambia.

Una de estas oposiciones con las que ordenamos nuestra realidad es la establecida entre naturaleza y cultura. La intención es lograr entender hasta qué punto la división entre aquello natural y lo considerado artificial y humano es algo universal en nuestra especie, o parte de un discurso propio del pensamiento particular occidental. Para tal propósito, se demostrará en primer lugar como tal manera de clasificar y dar sentido al mundo se muestra ineficaz al encontrarnos con nuevos (y no tan nuevos) híbridos que desafían su validez universal. Más adelante, se analizará la manera tal división goza de historia propia en Occidente e íntima relación con ciertos discursos ideológicos, para acabar observando sociedades donde la dicotomía entre naturaleza y cultura se muestra de formas totalmente diferentes. Todo esto para entender que, no es demasiado difícil discernir entre qué es naturaleza y qué es cultura. Hablando de los objetos que nos rodean, entenderíamos lo segundo como todo aquello creado o usado por el hombre, mientras mantenemos una idea romántica de lo puramente “virgen”, incorrupto por el ser humano, para lo primero. Un mismo objeto puede ser entendido como naturaleza hasta que pasa a ser parte del mundo del hombre. Por ejemplo, una piedra encontrada en el suelo es naturaleza hasta que el primer humanoide, como nos muestra Kubrick, la usa como arma contra otro. En 2001: A Space Odyssey (1968), el hueso evoluciona ante la cámara hasta convertirse en nave espacial: todo lo que se encuentra entre uno y otra es la tecnología, lo que ya dejó de ser naturaleza.

2001: A Space Odyssey. Dir. Stanley Kubrick (1968)

Pero esas nociones de naturaleza y cultura que construyen la división entre ambos mundos cada vez nos valen menos, demostrando la fragilidad de tal manera de clasificar nuestro entorno. Somos testigos de cómo hoy en día todo aquello natural pasa a ser culturalizado, mientras que algunos espacios culturales son naturalizados. Los límites se pierden, se difuminan bajo híbridos difíciles de catalogar. Las plantas y los alimentos, clara imagen de la naturaleza, son modificados a placer como transgénicos, una manipulación genética que ha permitido hasta la clonación de ovejas que, por cierto, humanizamos al llamarlas Dolly. Descubrimientos de rasgos culturales adaptativos propios de los humanos en grupos de chimpancés nos acercan al traumático descubrimiento de que la cultura no sólo ocurre en los humanos. El hecho de que tengamos que cambiar nuestras acciones diarias por el bien del medio ambiente nos demuestra la íntima relación entre nuestros hábitos y la supervivencia de lo natural. Lady Gaga transgrede vistiendo con un traje que no está hecho de la cultural tela sino de carne, que, de hecho, es un diseño sintético, así como las flores (¿hay algo más natural?) de plástico que decoran tantos comedores. Ejemplos paradigmáticos que nos confunden al fusionar dos mundos que parecerían claramente separados en un principio. Si existen tales contradicciones, parece que la dicotomía pierde credibilidad. ¿Se trata entonces de un discurso que nos ha servido hasta ahora, pero que ya no tiene cabida en nuestro nuevo mundo? ¿Es, entonces, un constructocultural y no una dicotomía originada en la base del pensamiento humano?


Dolly, disecada y expuesta en el museo real de Escocia”, Rebecca W
Su validez, si la hubo alguna vez en el pasado, no debería su existencia a una inocente casualidad, sino que necesita ser enmarcada en un universo ideológico: como cualquier otro discurso, la dicotomía entre naturaleza y cultura tiene un origen histórico. Según Pálsson (2001), no se era testigo de esa separación radical tal como la vivimos hoy en día durante la época medieval, cuando hombre y naturaleza eran considerados con más intensa y estrecha relación. Si al mismo tiempo se toma como ejemplo la religión en Occidente, se puede observar como la imagen de lo divino ha ido separándose de la idea de naturaleza. Solo hace falta comparar aquellas primeras sociedades politeístas donde la relación entre dioses y ambiente es obvia, con divinidades frecuentemente ilustradas entre el mundo animal y el humano o íntimamente vinculadas a fenómenos climáticos, con el único Dios resultante de la tradición judeocristiana, guardando un nexo de imagen y semejanza con el hombre. La historia de la religión occidental demuestra, entones, un distanciamiento progresivo de lo divino respecto a la naturaleza, un Dios cada vez más humano (¿cultural?) no solamente en su representación pero en sus responsabilidades, siendo la máxima expresión de esta imagen el individualismo protestante, insiste Max Weber (1905).

Es por esa división que uno encuentra tanta fascinación, por ejemplo, en los templos de Angkor Wat en Camboya (portada), aquella extraña fusión, mediante piedra y selva, de lo divino y lo salvaje, de la cultura y la naturaleza. Mezclar religión y árboles nos parece exótico a nosotros los occidentales, siendo una amalgama de dos universos que han sido divididos en nuestro pensamiento teológico.

Sin embargo, si se busca un punto en la historia donde localizar con mayor claridad la aparición de la dicotomía estudiada, es en el Renacimiento y la entrada del modernismo cuando se aprecia oficialmente la actitud occidental hacia la concepción de la naturaleza como un “otro”, junto al liberalismo y la racionalidad burguesa como timón del progreso. La naturaleza se convierte en un universo cuantificable, tridimensional y apropiado por los hombres; mecanizada, mercantilizada y funcional, subordinada a la acción humana y a los mercados, a la razón. La dualidad se institucionaliza entonces junto a la ciencia moderna, siendo imagen clara la división entre ciencias naturales y sociales. El medio ambiente acabará siendo así, simplemente, aquel marco exterior a la vida social a ojos de la sociología y etnología, relegándose a ser descrito por las ciencias naturales. Si el ser humano es entendido como algo más que un simple animal, es solamente dicha animalidad, su naturaleza y sus disposiciones innatas lo que la biología y otras ciencias naturales se dedicarán a estudiar. Por otro lado, aquel más que hace del ser humano un animal social es de lo que se encargarán las humanidades, de la realidad del ser humano existente una vez desprendido de aquello aparentemente “natural”.

La paradoja, insiste la antropóloga Beatriz Santamarina (2009), reside en que aquella máxima expresión de la ‘naturaleza’ la encontramos reducida en parques naturales, como exhibiciones y reductos de espacios sagrados, sacralizados y sacrificados: espacios construidos, artificiales. La “melancólica búsqueda del estado de la naturaleza” (2009: 307) que caracteriza la dualidad se encuentra tras la construcción de miles de parques naturales y la reconstrucción de un pasado histórico idílico perdido, no alterado materialmente por la explotación y ocupación humana. Una dualidad que ha legitimado una mercantilización y comercialización de la naturaleza, causa de múltiples impactos socioeconómicos y mecanismos de regulación y expulsión de comunidades locales residentes en los espacios determinados como dignos de ser “conservados”.

Pero la dicotomía entre naturaleza y cultura como un constructo ideológico no sólo se observa mediante observar su historia y su invalidez en nuestro universo clasificatorio actual. Si uno invoca numerosos trabajos de etnólogos, puede llegar a entender que de lejos se trata de algo universal: mediante el estudio de los “otros”. Apelando a aquellas sociedades distintas a la occidental, la antropología ha podido poner en tela de juicio ciertas realidades y articular un esquema que explique qué es universal en tales concepciones. Uno de los ejemplos más paradigmáticos es el de Margaret Mead y su forma de demostrar, mediante su trabajo de campo en Samoa, que la adolescencia y sexualidad es un período vivido solo en ciertas sociedades, pero obviado en otras donde la estructura social y los roles de los individuos se distancian dramáticamente de lo que se espera en la sociedad Occidental.

Descola (2010) es uno de esos etnólogos que se preocupan por analizar como la dualidad entre naturaleza y cultura se manifiesta en otras sociedades. Insiste, en efecto, en que no es algo compartido por todo el ser humano al existir sociedades diferentes a la occidental cuya concepción de lo humano y lo natural varían de las nuestras. Por otro lado, el antropólogo indica que aquella diferencia cartesiana entre esencia y cuerpo, el alma que nos da humanidad y su soporte físico, sí que gozaría de la calidad de universal. Cualquier sociedad, entonces, aunque no necesariamente disponga de un sistema clasificatorio que distinga entre aquello cultural y natural, sí que dividirá la realidad entre aquello físico y su esencia. Siguiendo esta base, la relación del humano y la sociedad con su entorno dependería entonces del grado en que su materialidad y espiritualidad son compartidas, la atribución o no del otro de una interioridad y/o una materia análoga a la de uno mismo. La concepción científica occidental, por ejemplo, se basa en una continuidad material entre el humano y la naturaleza –por ejemplo, la física y la biología tratan con las mismas leyes el cuerpo humano y el animal-, pero una discontinuidad en las interioridades de la sociedad y la naturaleza. Por eso nos puede parecer absurdamente divertido el caso de un psicólogo para plantas, la existencia de un cielo para perros, o llamar a un loro Juan, porque humanos y naturaleza, aun estando hechos de lo mismo, no compartimos el mismo psyche. Pero es diferente en otras sociedades: por ejemplo, el pueblo animista de los Achuar en el Amazonas de Perú y Ecuador concibe una diferencia en la materia de la que están constituidos los humanos y lo que los rodea, clasificando la fauna y flora del Amazonas siguiendo criterios que los mantienen materialmente constituidos como diferentes a ellos mismos, siendo aquello de lo que están hechos los humanos diferente a todo su alrededor. Aun así, esa diferencia en la materia no significa un claro límite entre lo que es ser humano y lo que no. Ciertos animales y plantas son dotados de características sociales, no solo enlazados míticamente con diferentes clanes, pero tratados en ocasiones como realmente humanos. Demuestran, así, estar dotados de una interioridad homóloga (lo que vagamente se podría traducir como alma o espíritu) a la de los humanos, contrario a la ideología occidental. Su diferente materialidad significaría simplemente una diferente cáscara para miembros plenos de la sociedad. Del mismo modo, el antropólogo y psicólogo Meyer Fortes (1974) analiza como las tribus Tallensi, en el norte de Ghana, dan el atributo de persona a ciertos cocodrilos especiales, con lo que dañar a uno sería el equivalente al mismo crimen contra un humano de la tribu.


‘Noción de persona independiente del cuerpo humano’. Foto, Joel Carter

En definitiva, no se pueden observar otras sociedades con diferentes concepciones de la naturaleza sin dar cuenta de lo frágil que la dicotomía hegemónica entre naturaleza y cultura se presenta como discurso universal. Si partimos desde el hecho de que no es, en efecto, algo compartido por el ser humano sino un constructo social, con historia y orígenes ideológicos rastreables, no es sorpresa que encontremos tal oposición fragmentada e invalidada hoy en día en nuestra propia sociedad con la aparición de cada vez más híbridos. Como parte del pensamiento colectivo, su origen social y no, como se ha demostrado, innato, demuestra su capacidad de resultar incapaz de dar orden a una realidad cambiante.

Pero si discernir entre naturaleza y cultura parece que ya no tiene cabida, ¿significa eso que decae nuestra cosmología? ¡Hasta el propio discurso contemporáneo de defensa de la naturaleza se funda en tal dicotomía!

Los avances tecnológicos han creado toda una nueva red de relaciones con la naturaleza que mezclan esos dos mundos que nunca antes habían sido tan difíciles de clasificar. La antropología y las otras ciencias se establecieron hace siglos para dar sentido a otra realidad. Cuando ésta cambia, es el turno de las ciencias para hacer lo mismo. A no ser, como insiste Santamarina, en que realmente tal clasificación tradicional no sea simplemente una ordenación de la realidad, sino que lleve a mucho más. Que sea lo que legitime la mercantilización de todo lo natural, la explotación de la naturaleza como algo externo a nosotros, como algo perdido y perdible, apropiable por la superior cultura, lo nuestro. Cambiar la dicotomía entre naturaleza y cultura, sería, entonces, no sólo cambiar el mundo que nos rodea, sino cómo rodeamos nosotros el mundo a nuestro alrededor.


Por  - @Lluisij


Portada: Angkor Wat, Felix Triller

DESCOLA, Ph. (1996) “Los seres de la naturaleza”, en La selva culta. Simbolismo y praxis en la ecología de los Achuar, pág. 113-149. Quito, Abya-Yala.

DESCOLA, Ph. (2010) “Más allá de la naturaleza y de la cultura”, en MONTENEGRO, L. (ed.) Cultura y naturaleza. Aproximaciones a propósito del bicentenario de la independencia de Colombia, pág. 75-96. Bogotá, Jardín Botánico José Celestino Mutis.

FORTES, M. (1974) “The First Born”, Journal of Child Psychology and Psychiatry 15, 81–104.

PÁLSSON, G. (2001) “Relaciones humano-ambientales. Orientalismo, paternalismo y comunalismo”, en DESCOLA, Ph.; PÁLSSON, G. (coord.) Naturaleza y sociedad. Perspectivas antropológicas, pág. 80-100. México, Siglo XXI.

SANTAMARINA, B. (2006) “Entre excesos, hiatos y sentidos”, en Ecología y poder. El discurso ambiental como mercancía, pág. 20-52. Madrid, La Catarata.




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