EN UN JUEGO INFINITO NO EXISTE UN GANADOR, NI REGLAS ESTÁTICAS, NI TABLEROS. EL FIN ULTIMO ES SIMPLE: QUE EL JUEGO CONTINÚE MANIFESTÁNDOSE EN UNA FIESTA MULTISENSORIAL EN LA QUE SOMOS SIMPLES PERO APASIONADOS RECOPILADORES DE INFORMACIÓN.
Dentro de la ideología occidental existen básicamente dos concepciones sobre la condición humana. Una de ellas es la concepción lúdica, que asume la vida como parte de un juego, mientras que la otra entiende la función ser humano como el acto de saciar sus necesidades para sobrevivir y auto proveerse mejores condiciones de vida. En el caso de la primera, nuestros actos se correlacionan, o tal vez colisionan, con los actos del “otro” y con las múltiples variables del mundo natural. Esta dinámica hace impredecible nuestro futuro y nuestra felicidad depende de la postura que adoptemos ante lo que el destino nos va permanentemente deparando. Desde esta perspectiva absolutamente todas las formas de organización y sistemas creados por el hombre, sean éstos modelos financieros, creencias religiosas o deportes, estarían envueltos en dicha
concepción lúdica de la vida. En síntesis, somos homo ludens.
Pero una vez adoptada esta postura sigue una interesante disyuntiva. Sin pretender recurrir a un absolutismo binario, lo cierto es que podríamos afirmar que en nuestro universo existen, básicamente, dos tipos de juegos: los finitos y los infinitos. En el primero de los casos el alma lúdica está restringida de acuerdo con un objetivo contundente: que exista un ganador, suceso que marcará el final del juego. Ejemplos de este formato son prácticamente todos los juegos recreativos que conocemos, desde Zelda y Tetris, hasta Monopoly, ajedrez o Sudoku, pasando por cualquier deporte occidental.
En este formato de juegos es esencial la presencia de una serie de reglas inamovibles: si se rompe la constante de la reglamentación, el juego habrá fracasado. De hecho, el tergiversar las reglas por parte de uno de los jugadores representa el mayor pecado, pues desvirtúa la propia esencia de la dinámica. Y en este contexto, buena parte de la energía de los involucrados se consume en idear, y posteriormente perpetuar a toda costa, el conjunto de reglas.
Otro de los elementos imprescindibles para que se desarrolle un juego finito es la implantación de límites aplicados a tres variables: espaciales, temporales y conductuales. Ya sea un tablero de juego, un campo de pasto o un recuadro de arena, cualquier acción que esté por afuera de estos límites será automáticamente invalidada. Lo mismo con períodos predefinidos de tiempo, lo cual incluye lapsos aparentemente indefinidos pero cuyo fin va de la mano con la consagración de un ganador.
Tal vez dos de los mejores ejemplos de un juego finito, el formato hegemónico en el panorama geopolítico, sean por un lado las elecciones, esas épicas competencias entre dos personas que aspiran a regir el rumbo de una sociedad y en la cual ganará aquel que más sonría a las cámaras, maneje una retórica más hábil (no sincera), utilice más dinero para auto promoverse y mejor se sintonice con los intereses corporativos y bancarios. El otro, quizá el juego finito por excelencia, es la guerra. Actualmente los conflictos armados son hipermediatizados y ‘remediados’ (recontextualizados a través de los medios) para proyectar una dramática carrera, en algunos casos incluso morbosamente apasionada, en la que sus participantes deben aniquilar al contrincante antes de que éste los aniquile.
Por el contrario, un juego infinito se juega con el exclusivo propósito de mantener el propio juego, lo cual se traduce en que el objetivo final es, precisamente, que jamás haya un ganador. A diferencia de su némesis, aquí las reglas pueden, o mejor dicho deben, mutar constantemente, adaptándose a la naturaleza cambiante del escenario (sin que esto signifique que no deben de tomarse en cuenta). Un juego infinito no tiene delimitaciones o, como bien lo define James Carse, autor del tratado Finite and Infinite Games, «los jugadores “finitos” juegan dentro de los límites mientras que los jugadores “infinitos” juegan con ellos».
Tal vez los mejores ejemplos de juegos infinitos son fenómenos como la evolución, la religión, la mente y, en particular, la vida misma. El fin es mantener el juego vivo y procurar que los participantes jueguen el mayor tiempo posible; en este sentido Kevin Kelley, autor del ensayo Playing the Infinite Game, anota: «la evolución de la evolución se trata justamente de este tipo de juego».
Es importante destacar que desde una cultura acostumbrada a consumir cantidades masivas de entrenamiento, incluso al grado de convertir su realidad en un espectáculo más. ¿Te suena familiar? Los juegos finitos parecen ser una opción mucho más atractiva que los infinitos. Es verdad que el ver a dos tipos —equipos o países— competir puede ser bastante excitante, el problemas es que este tipo de juegos siempre tienen el mismo final: la victoria de uno de los dos bandos (a excepción de que en algún momento se cansaran de competir, antes de que alguno triunfe sobre el otro, y decidieran colaborar juntos, lo cual transmutaría el juego en infinito y seguramente recibirían múltiples abucheos por parte del público). Sin embargo, del otro lado se encuentra un estado de paz y cooperación que, por el contrario, no tiene final.
El juego infinito puede derivar en miles de posibilidades, de historias inesperadas. A diferencia del conflicto, la guerra o la competencia, el juego infinito es esencialmente incluyente, a nadie le conviene estar por encima del resto ni proclamarse ganador (históricamente uno de los grandes problemas de nuestro pasado/presente geopolítico es que Occidente es un jugador que se ha autoproclamado como el conocedor de las reglas absolutas del juego y, al intentar imponer sus reglas, ha generado múltiples conflictos armados).
Hablando de juegos sin fin en su libro Singularity is Near, el tecno-entusiasta, inventor serial y activo futurista Ruy Kurzweill, nos describe a la perfección esta dinámica del destino de la humanidad como un juego infinito: «la evolución se dirige a un estado de mayor complejidad, más elegancia, más conocimiento, más inteligencia, más creatividad, más belleza y mayores niveles de atributos sutiles tales como el amor. En toda tradición monoteísta Dios es descrito como la suma de todas las anteriores cualidades, solo que con una limitante [...]. Así que la evolución se dirige inexorablemente a esta concepción de Dios, pero nunca llega en realidad a este ideal». Y es que si finalmente llegase, entonces regresaríamos a la nada (tal vez por eso el concepto budista del nirvana tiene que ver con un estado de iluminación nihilista, una especie de game over místico al cual no necesariamente queremos llegar por ahora).
Para terminar este breve ensayo pienso que es fundamental hacernos un recordatorio sobre la libertad de concepción y existencia: cada uno de nosotros, más allá de la naturaleza azarosa y “probabilística” del universo (a fin de cuentas lo más probable es que él también esté jugando su propio juego), decidiremos cómo concebir esta realidad, si como una hiper-red de competencia entre personas en la que todos luchamos por obtener algo finito (entendiendo que si alguien más lo tiene yo no lo podré tener) o como una dinámica en la que el pastel es simplemente infinito y en la que a nadie nos convendría que alguien, empezando por nosotros mismos, obtenga la mayor parte, ya que ese sería el único camino hacia el fin de la existencia.
Twitter del autor: @ParadoxeParadis / Lucio Montlune
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