WikiLeaks y el escándalo desatado por Edward Snowden han puesto sobre la mesa la cuestión del permanente espionaje al que todos estamos sometidos. El sociólogo Zygmunt Bauman, el padre de la “modernidad líquida”, dialoga aquí con el especialista David Lyon sobre los riesgos que representan la continua vigilancia y el control que rigen el mundo actual. Una inteligente reflexión sobre la tecnología, el poder y la moral.
Tecnología. Aviones no tripulados, prácticamente invisibles para el resto de los mortales, que permiten monitorear todo el tiempo y todo el mundo en tiempo real y que generan un “tsunami de datos” a cada segundo.
El primer tema que me gustaría abordar es el siguiente: en lo que usted llama el mundo de la modernidad líquida, la vigilancia adquirió varias y significativas formas nuevas, entre las que están, por ejemplo, los drones y los medios sociales, como ha apuntado recientemente en la entrada de un blog. Cada individuo produce información personal que es procesada, pero
de maneras distintas. ¿Son estos medios complementarios, de manera que el uso inocente de uno de ellos nos expone a una involuntaria entrega de datos en otro ámbito, mediante los drones miniaturizados? Y ¿qué significan estos nuevos desarrollos para nuestro anonimato y nuestra invisibilidad relativa en el día a día?
Zygmunt Bauman: Coincido en que el post al que hace referencia, que fue publicado hace unos meses en un blog de una página web sobre la Europa social, constituye un buen punto de partida. Espero que me perdonará si lo cito de manera extensa. En él yuxtapongo dos noticias publicadas el mismo día, el 19 de junio de 2011 –aunque como ninguna de ellas produjo titulares los lectores pueden no haber leído alguna de ellas o ninguna–. Como muchas noticias, ambas venían arrastradas por la corriente del “tsunami informativo” diario: sólo dos pequeñas gotas de agua en una avalancha de noticias que pretenden y esperan informar y aclarar, cuando más bien sirven para oscurecer la visión y ofuscar la mirada. Una de las noticias, escrita por Elisabeth Bumiller y Thom Shanker, hablaba del crecimiento espectacular del número de drones operativos del tamaño de una libélula, o de un colibrí confortablemente encaramado a un alféizar. Ambas figuras están concebidas, en la acertada expresión de Greg Parker, un ingeniero aeroespacial, “para ocultar a plena vista”. La segunda noticia, escrita por Brian Stelter, proclamaba que internet era “el lugar en el que desaparecía el anonimato”.Ambos textos se publicaron al unísono, ambos auguraban y presagiaban el fin de la invisibilidad y de la autonomía, los dos atributos de la privacidad. Aunque cada noticia se había escrito independientemente de la otra y sin conciencia de la existencia de la otra. Los drones no tripulados, que llevan a cabo tareas de espionaje y de ataque por las que los aviones Predator se hicieron famosos (“más de 1.900 insurgentes de las áreas tribales de Pakistán fueron asesinados por drones norteamericanos desde 2006”), están viendo reducido su tamaño al de un pájaro, aunque sería mejor decir al de un insecto (el movimiento de las alas de un insecto es mucho más fácil de reproducir tecnológicamente que los movimientos de las alas de un pájaro y, de acuerdo con Michael L. Anderson, un estudiante de doctorado en tecnología de la navegación, las exquisitas habilidades aerodinámicas de la polilla esfinge, un insecto conocido por su capacidad para planear, fueron escogidas como meta en el último intento de diseño –no alcanzado aún, pero que seguramente lo será pronto– por su potencial para superar cualquier cosa “que nuestro torpe avión pueda hacer”). Los drones de nueva generación permanecerán invisibles mientras todo lo demás está a la vista; estarán a salvo a costa de que todo lo demás se vuelva vulnerable. Según Peter Baker, un profesor de Etica de la Academia Naval de Estados Unidos, esos drones inaugurarán una “era post heroica” en las guerras; pero para otros “éticos militares”, ampliarán aún más la ya enorme “desconexión entre la población norteamericana y sus guerras”. Conseguirán, en otras palabras, un nuevo salto (el segundo después de la sustitución del servicio militar obligatorio por el ejército profesional) que hará más invisible la guerra para el país que la emprenda (ninguna vida nacional estará en peligro) y por ello mucho más fácil de dirigir –y sobre todo mucho más tentadora– gracias a la casi completa ausencia de daños colaterales o de costes políticos. Los drones de la siguiente generación lo verán todo mientras permanecen confortablemente invisibles, tanto literal como metafóricamente. No existirá entonces lugar alguno a salvo de ser espiado. Para nadie. Ni siquiera los técnicos que envían drones en misiones de vuelo renunciarán a controlar sus movimientos y no podrán, incluso aunque se los presione, poner ninguna objeción ante la posibilidad de ser vigilados. Los drones “nuevos y mejorados” serán programados para volar por su cuenta, siguiendo itinerarios que elijan ellos mismos en el momento que quieran. El cielo será el único límite para la información que aportarán una vez que se ponga en marcha esta serie de drones. Este aspecto de la nueva tecnología de espionaje y vigilancia, con capacidad para actuar a distancia y de forma autónoma, es lo que más preocupa a sus diseñadores, y provocó que esos periodistas expresaran su preocupación: se trata de “un tsunami de datos”, que ya está abrumando al equipo de los cuarteles generales de la Fuerza Aérea y amenaza con superar su capacidad para digerir y absorber datos, con la posibilidad incluso de que se les vayan de las manos (o de las de cualquiera). Desde el 11S, el número de horas que dedican los miembros de la Fuerza Aérea a reciclar la información aportada por los drones se ha incrementado 3.100%. Y cada día 1.500 horas más de filmaciones se añaden al volumen de información que espera ser procesado. Cuando la vista de “pajita de refresco” (el tipo de visión reducida que se obtiene con el sistema de una sola cámara de los Predator) de los sensores de los drones sea sustituida por un sistema Gorgon Stare (Mirada de Gorgona, tecnología de videocaptura formada por nueve cámaras), capaz de abarcar una ciudad entera de una vez (un cambio que se antoja inminente), se necesitarán 2 mil analistas para procesar los datos de un solo dron, en lugar de los diecinueve que desempeñan esa tarea en la actualidad. Pero, si me permite comentarlo, esto también significa que hallar un dato “interesante “o “relevante” en el archivo de estos “datos” supondrá mucho trabajo y también mucho dinero; y tampoco ningún objeto potencialmente interesante podrá evitar acabar en dicho archivo. Nadie sabrá con seguridad si un colibrí se ha posado alguna vez en su alféizar ni cuándo. Al igual que ocurría con “la muerte del anonimato” gracias a internet, aquí también hay que matizar: sacrificamos nuestro derecho a la privacidad por propia voluntad. O quizá sólo accedemos a la pérdida de la privacidad porque nos parece un precio razonable por las maravillas que recibimos a cambio. O quizá la presión por entregar nuestra autonomía personal es tan irresistible, nos asemejamos tanto a las ovejas de un rebaño, que sólo unos cuantos individuos especialmente rebeldes, atrevidos, pugnaces y resueltos están preparados para intentar oponerse a ello. En cualquier caso, tenemos la elección, al menos nominalmente, de firmar una suerte de contrato entre dos partes, y también tenemos el derecho formal de protestar y demandar en caso de incumplimiento. Esto es algo que no está garantizado con los drones. De todos modos, una vez que entramos, nos convertimos en presas del destino. Como observa Brian Stelter, “la inteligencia colectiva de los dos mil millones de usuarios de internet y las huellas digitales que tantos usuarios dejan en las páginas web se combinan para hacer cada día más probable que cualquier video embarazoso, cualquier foto íntima y cualquier e-mail descortés se puedan atribuir a su fuente, quiera ésta reconocerlo o no”. Rich Lam, un fotógrafo freelance que tomó fotografías de los disturbios de Vancouver, tardó un día en rastrear e identificar a una pareja que aparecía en una de sus fotos (por accidente) besándose apasionadamente. Todo aquello que es privado se hace hoy, potencialmente, en público. Y por ello está potencialmente disponible para consumo del público, y sigue disponible por un tiempo, que puede ser la eternidad, ya que internet “no está pensada para olvidar” nada de lo que en algún momento se ha grabado en alguno de sus servidores. “Esta erosión del anonimato es el producto de la multiplicación de los medios sociales, de las cámaras de video de los móviles baratos, de los servidores gratis para almacenar fotos y videos y, quizá lo más importante, de un cambio de lo que la gente considera que debe ser público o lo que debe ser privado”. Todos esos gadgets tecnológicos son, se nos dice, “fáciles de usar”, aunque esta expresión muy utilizada en los anuncios signifique, si se examina con más atención, que se trata de un producto incompleto que necesita de la participación del usuario, al igual que los muebles de IKEA. Y además, añadiría, necesita la devoción entusiasta y el aplauso del usuario. Un Etienne de la Boétie contemporáneo no hubiera hablado de una servidumbre voluntaria, sino de servidumbre del “hazlo-tú-mismo”.
¿Qué conclusión se puede extraer de la comparación entre los operadores de los drones y los operadores de las cuentas de Facebook? ¿Entre estos dos tipos de operadores que actúan aparentemente en la intersección entre ambos propósitos y están impulsados por motivos ostensiblemente opuestos, aunque cooperan de forma plena, voluntaria y altamente efectiva para crear, sostener y extender lo que usted ha llamado, con tanto acierto, “clasificación social”?
Creo que el elemento más destacable de la versión contemporánea de la vigilancia es el hecho de haber conseguido obligar, a la vez que persuadir, a los opuestos para que funcionen juntos, y así utilizarlos en beneficio de una misma realidad. Por un lado, la vieja estrategia panóptica (“nunca sabrás cuándo estás siendo observado realmente y, por tanto, mentalmente te sentirás siempre observado”) se ha convertido gradual pero firmemente, y en apariencia sin pausa, en una práctica casi universal. Por el otro, con la pesadilla panóptica (“nunca estoy solo”) ahora refundida en la esperanza de “no volver a estar solo otra vez” (abandonado, ignorado y olvidado, boicoteado y excluido), el miedo a ser observado ha sido vencido por la alegría de ser noticia. Ambos desarrollos, y sobre todo su reconciliación y cooperación para desempeñar la misma función, fueron posibles al sustituir el encarcelamiento y el confinamiento por la exclusión como máxima amenaza para la seguridad existencial y como máximo motivo de ansiedad. La condición de ser observado y visto cambió de categoría pasando de ser una amenaza a ser una tentación. La promesa de una visibilidad más amplia, la perspectiva de “estar al descubierto”, a la vista de todos y visto por todos, encaja con la búsqueda más ávida de pruebas de reconocimiento social, y mediante ellas de existencia válida, esto es significativo. Tener toda nuestra persona, con lo bueno y lo malo, registrada y accesible al público, parece ser el mejor antídoto profiláctico contra la exclusión, así como una poderosa vía para prevenir la posibilidad de expulsión. Es más, es ésta una tentación a la que pocos sujetos con vidas sociales precarias podrán resistirse. Creo que la historia de los espectaculares éxitos recientes de las “páginas web sociales” ilustra perfectamente esta tendencia. En realidad, Mark Zuckerberg, un alumno veinteañero de Harvard, tropezó con una suerte de mina de oro al inventar (algunos dicen “robar”) la idea de Facebook y lanzarla, para el uso exclusivo de los alumnos de Harvard, en internet en febrero de 2004. Todo esto es bastante obvio. Pero ¿qué clase de oro descubrió el afortunado Mark, que continúa explotando con fabulosos, y crecientes, beneficios? En el sitio oficial de Facebook se puede encontrar la siguiente descripción de los beneficios que proporciona atraer y seducir a esos quinientos millones de personas para pasar un momento de su vida en el espacio virtual de Facebook: Los usuarios pueden crear perfiles con fotos, listas de personas de interés, información de contactos y otra información personal. Pueden comunicarse con amigos y con otros usuarios mediante mensajes públicos o privados y mediante una aplicación de chat. También pueden crear o unirse a grupos de interés y “páginas Me gusta” (antes llamadas “páginas de fans”, hasta el 19 de abril de 2010), algunas de las cuales son creadas por empresas con fines publicitarios. En otras palabras, lo que la legión de “usuarios activos” abrazó con entusiasmo cuando se unieron a las filas de Facebook fue la expectativa de dos cosas con las que habían soñado, aunque no sabían aún dónde buscarlas o encontrarlas, antes de (o hasta) que apareciera la oferta en internet de Mark Zuckerberg para sus compañeros de Harvard. En primer lugar, debían sentirse demasiado solos como para estar cómodos, pero les pareció demasiado difícil escapar de su soledad con los medios a su alcance. En segundo lugar, debían sentirse dolorosamente abandonados, ignorados, olvidados y, además, desviados a alguna vía muerta, exiliados y excluidos, pero de nuevo les pareció difícil, imposible, desprenderse de su odiado anonimato con los medios que tenían a su disposición. En ambos casos, Zuckerberg aportó los medios que hasta ahora habían echado terriblemente en falta y que habían buscado en vano. Y se lanzaron sobre esa oportunidad. Debían estar ya preparados para saltar, con los pies colocados en los tacos de salida, los músculos tensos y el oído alerta para el pistoletazo de salida. Como Josh Rose, el director de creación digital de la agencia de publicidad Deutsch LA, comentó recientemente: “Internet no nos roba nuestra humanidad, la refleja. Internet no entra dentro de nosotros, nos muestra lo que hay dentro de nosotros”. Tiene mucha razón. No podemos culpar al mensajero por lo que no nos gusta en el mensaje que nos ha entregado, pero no lo alabemos tampoco por lo que nos parece bien… Depende, después de todo, de las preferencias y de las animosidades del receptor, de sus sueños y de sus pesadillas, de sus esperanzas y sus temores, y si se alegra o lo desespera el mensaje. Lo que se aplica a los mensajes y a los mensajeros también es aplicable en cierto modo a las cosas que ofrecen internet y sus “mensajeros”, la gente que aparece en nuestras pantallas y llama nuestra atención. En este caso, es el uso que nosotros –los “usuarios activos” de Facebook, que somos quinientos millones– hacemos de esos ofrecimientos, lo que convierte a éstos, y al impacto que tienen en nuestras vidas, en buenos o malos, beneficiosos o perjudiciales. Todo depende de lo que somos después; los gadgets técnicos sólo hacen nuestros deseos más o menos realistas y nuestra búsqueda más o menos rápida, y más o menos efectiva.
Por Zygmunt Bauman / David Lyon, visto en www.perfil.com
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