8 de junio de 2013

¿Puedes decir quién ha educado tu mirada (y por lo tanto tu manera de entender tu realidad)?

Miramos y sin embargo pocas veces nos detenemos a pensar por qué miramos como miramos, si nuestra mirada la han educado la televisión o la publicidad, si los grandes maestros de la pintura o el cine o los pedestres catálogos de ropa y accesorios de moda.
iluminacion

The first question I ask myself when something doesn’t seem to be beautiful is why do I think it’s not beautiful. And very shortly you discover that there is no reason.
(Lo primero que me pregunto cuando algo no parece bello es por qué pienso que no es bello. Y pronto descubro que no hay razón.)
John Cage
En el budismo se asegura que la iluminación puede arribar en cualquier momento, en las condiciones menos esperadas, ese instante en que súbita e inadvertidamente entendemos algo que no tiene ninguna relación con lo que estábamos haciendo (o sí, puesto que no pudo suceder de ninguna otra forma) y que de la nada nos revela un conocimiento que por íntimo nos parece vital e insoslayable.


Pero incluso sin imputarle un sentido espiritual a este fenómeno que probablemente sea solo psicológico, aun así es posible añadir una categoría conceptual a la simple fisiología de los impulsos químicos y las reacciones neuronales y decir, por ejemplo, que ese momento de iluminación o de epifanía también puede entenderse como el reconocimiento repentino de la belleza, la experiencia estética que se presenta también en circunstancias cotidianas y no únicamente cuando participamos de una obra de arte. Escuchamos la risa de un niño o la caótica armonía de los sonidos callejeros, aspiramos la fragancia de una flor que no vemos y solo percibimos por su aroma, una definición sucesiva y sensual de la felicidad se desarrolla en nuestra boca cuando probamos algo que nos complace y, en todos estos y otros casos, sentimos que realmente la vida la pena ser vivida, que la belleza recorre secretamente el mundo aunque se muestre solo azarosa y caprichosamente.
Esta es, en efecto, una manera más laica y hasta racional de admitir la posibilidad de iluminación en nuestra vida diaria y mundana, pero que, después de todo, tiene una desventaja con respecto a aquella de otra con sustento doctrinal. En el caso de una escuela espiritual, hay preceptos que dan sentido a dicho acontecimiento mental, procedimientos para discriminar la revelación efectiva, auténtica, de un posible autoengaño meramente ilusorio. En otras palabras, el mismo sistema conceptual de una religión o doctrina espiritual establece las pautas para identificar una experiencia de este tipo.
¿Pero qué pasa cuando la doctrina desaparece? ¿Ese vacío se llena de alguna forma?
Mi hipótesis es que sí, se llena, pero lo que es importante hacer notar es que con cierta frecuencia esto ocurre sin que nos demos cuenta de ello, sin que tengamos conciencia plena de los contenidos que se encuentran en nuestra mente y con los cuales juzgamos y entendemos ciertas situaciones. Pongo dos ejemplos.
El primero, que noté hace ya un tiempo, lo descubrí durante una época en que acostumbraba transcribir los sueños que recordaba al despertar. A veces, sea por los mecanismos de la represión estudiados por Freud, sea porque de verdad no hay manera en que el sueño sobreviva íntegro al abrupto tránsito hacia la vigilia, o por otras razones que ignoro, llegaba a un punto del relato en que continuaba casi automáticamente pero con la certeza de que aquello ya no pertenecía absoluta e incontrovertiblemente al sueño, que se trataba de un recuerdo espurio o, mejor dicho, de una adición extraña, entrometida, proveniente de una región ajena. Sentía entonces que mi mente llenaba dichos vacíos tomando prestadas escenas colegidas a partir de otros contenidos: mis lecturas, las películas vistas, las series de televisión frecuentadas, etc.; casi siempre inclinándose por la resolución simple y siempre a la mano del lugar común.
El segundo ejemplo, que fue además el pretexto para poner en el papel estos pensamientos, me ocurrió apenas la mañana de ayer. Todos los días, entre las 10 y las 11, la luz del sol entra de lleno por la ventana que queda frente a la mesa donde habitualmente escribo. Todas las mañanas, y gracias a una suerte de gota prismática que recibí como regalo, dicha luz se descompone en el espectro del arcoíris que se multiplica en decenas de manchas policromáticas sobre las paredes de la habitación donde trabajo. Pero la mañana de ayer hubo un cambio. Cerca de mí había una botella cuyo líquido ocre echó sobre la superficie de la mesa un reflejo melancólico, una instantánea mortecina que, quiso la casualidad, estuviera completada por el reloj que había dejado ahí desde la noche anterior. Fue inevitable entonces asociar la pequeña escena, sí, con un catálogo, esas fotografías publicitarias que abiertamente buscan manipular nuestro gusto y nuestra voluntad, sembrando en nuestra mente asociaciones falsificadas entre los elementos visuales y ciertos valores como la elegancia o la distinción. Así, un instante que parecía caracterizado por el descubrimiento imprevisto de la belleza, quedó pronto reducido a un pedestre cliché publicitario.
Antes la transcripción de sueños me hizo preguntarme por las narrativas que reproducimos cuando, al escribir, nos quedamos sin recursos propios y, quizá involuntaria o inconscientemente, recurrimos a lo que sabemos pero quizá, parodiando la fórmula lacaniana, no sabemos que sabemos. Por el incidente con la botella de whisky y el reloj quisiera saber ahora quién ha educado mi mirada, si el cine o la televisión o la revisión esporádica de obras pictóricas reputadas y prestigiosas, si los catálogos que alguna vez he hojeado y que parecen ser suficientemente efectivos para quedar impresos en la mente y la memoria, si las revistas de moda o los incontables e inevitables anuncios comerciales vistos a cada momento, todos los días de mi vida.
Antes recurrí al cariz espiritual de la iluminación porque, me parece, es el que mejor contraste ofrece a este fenómeno cognitivo y epistémico. Como sabemos (o nos han dicho), la nuestra es una época en que los grandes relatos han perdido el prestigio de antaño, en que el descreimiento parece la norma, guiarse por nada más que las supuestas certezas personales.
Sin embargo, este hecho mínimo y quizá insignificante ―la posibilidad de la revelación súbita― nos hace ver que, después de todo, es posible que dichos discursos hegemónicos y homogeneizantes no estén del todo deconstruidos y sepultados y que, por el contrario, paradójicamente, la proclama de su obsolescencia sea en sí misma la única gran narrativa superviviente ―que no es otra más que la misma de siempre: la de la alienación y el enajenamiento.

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