18 de septiembre de 2015

¿VIVIMOS EN MATRIX?

Desde los albores de nuestra civilización, distintos pensadores, grupos religiosos y cultos esotéricos han barajado la posibilidad de que vivimos engañados en un mundo ilusorio, atrapados en una ficción creado por un ser superior o una entidad maligna. En la actualidad, algunos científicos creen que el fascinante universo descrito por el cine y la literatura podría ser algo más que simple ficción…
                                                             

Su familia, las personas a quienes ama, los objetos que le rodean e incluso usted mismo, todos sus recuerdos, pensamientos, emociones y, en definitiva, el Universo al completo, son un complejo entramado de bits, unidades de información agrupadas y manejadas por un elaboradísimo programa informático. La realidad, el mundo en que vivimos, es sólo una ilusión, una enrevesada y perfecta simulación virtual, gestionada por una gigantesca supercomputadora.

A primera vista, este escenario parece el guión de una novela o película de ciencia-ficción que, como The Matrix (Warner Bros, 1999) propone que vivimos bajo la tiranía de las máquinas, engañados por un mundo ilusorio. Sin embargo, varios científicos de alto nivel han propuesto que esta idea –en principio aparentemente descabellada– quizá podría ser mucho más factible de lo que parece.

Uno de ellos es Sir Martin Rees, profesor de Cosmología y Astrofísica en la Universidad de Cambridge. Rees pronostica que, si el avance de la informática sigue evolucionando de la forma en la que lo ha hecho hasta ahora, dentro de pocos años será posible concebir ordenadores tan potentes que lograrán construir y simular un universo completo, habitado incluso por entidades conscientes. «Si esta tendencia continúa, entonces podemos imaginar

ordenadores capaces de simular mundos quizás incluso tan complicados como éste en el que nosotros creemos estar viviendo», asegura Rees.

Esto hace surgir una cuestión filosófica: «¿Podríamos nosotros mismos ser parte de una simulación similar, y lo que pensamos que es el Universo no pase de ser más que una químera?», se pregunta este científico.
«La posibilidad de que seamos creaciones de algo supremo, o de una superinteligencia, empaña la frontera entre la física y la filosofía idealista, entre lo natural y lo sobrenatural, entre la relación de la mente con los multiversos y la posibilidad de que estemos viviendo en ‘;Matrix’ más que en un mundo físico». Este fascinante escenario fue planteado por Rees en What we still don't know (Lo que no sabemos todavía), un documental emitido en diciembre de 2004 en el canal de televisión británico Channel 4.

El eminente astrónomo de Cambridge ha querido dejar claro que su planteamiento es sólo una teoría, aunque perfectamente posible. Otro destacado científico que defiende una postura similar es John Barrow, profesor de Ciencias Matemáticas y colega de Rees en la Universidad de Cambridge. Según Barrow, las constantes naturales en el Universo, tales como la velocidad de la luz, la fuerza de atracción de la gravedad o el grosor de las capas de nuestra atmósfera, convierten a nuestro mundo en un lugar «seguro» para los organismos vivos y el desarrollo de la vida. Un pequeño cambio en estas constantes, aunque fuera insignificante, provocaría que el Universo, tal y como lo conocemos, desapareciera. La pregunta que se hace el matemático de Cambridge es la siguiente: ¿son las constantes de la naturaleza fruto del azar o, por el contrario, responden a un diseño inteligente? En el caso de que esta última posibilidad fuera cierta, nada impide que ese diseño formara parte de una simulación informática. «Civilizaciones sólo un poco más avanzadas que la nuestra tendrían la capacidad para simular universos en los que podrían surgir entidades autoconscientes y comunicarse entre ellas», asegura Barrow.

Aunque parezca difícil de creer, Rees y Barrow no han sido los únicos en «dejar la puerta abierta» a tal hipótesis. Desde la antigüedad, la idea ha sido defendida o planteada por infinidad de pensadores, filósofos, escritores de ciencia-ficción y científicos de primera fila.

Ya en el siglo IV a.C., el filósofo chino Chuang Tzu (Confucio), se planteaba dudas acerca de la auténtica naturaleza de nuestra realidad: «En cierta ocasión soñé que era una mariposa que revoloteaba en el aire. Me sentía feliz de hacer lo que quería y ya no me preocupaba de mí mismo. Pero no tardé en despertar, y desde entonces me pregunto: ¿soy un hombre que soñó ser una mariposa o soy una mariposa que sueña ser un hombre?».

Del mito de la Caverna al genio maligno

Más o menos en la época en la que Chuang Tzu se cuestionaba su propia identidad, en Grecia el filósofo Platón proponía su célebre «mito de la Caverna». En éste, los humanos son esclavos recluidos en una caverna contemplando un mundo ilusorio de sombras proyectadas sobre una pared. Una de estas personas logrará escapar de allí, descubriendo la auténtica realidad del mundo exterior. Para Platón, ésta sólo puede ser descubierta mediante el alma, ya que es inteligible, mientras que el mundo ficticio es el sensible.

Sin embargo, a pesar de esta primera aproximación de la filosofía griega a la cuestión que nos ocupa, el planteamiento más destacado y con una mayor repercusión posterior surge en el siglo XVII con el filósofo francés René Descartes.

La incertidumbre del pensador galo nace, al igual que en Confucio, del mundo onírico. En sus Meditaciones, Descartes se plantea lo siguiente: Cuando soñamos, no somos conscientes de que lo estamos haciendo. En muchas ocasiones, incluso, los sueños son tan «reales» como la vida misma. Entonces, ¿cómo saber que, por ejemplo, usted no está soñando igualmente –creyendo estar despierto– mientras lee estas líneas?
Tras este razonamiento, Descartes decidió dudar de todo, pero no podía hacer tal cosa ya que, si Dios es bueno, en su bondad no puede permitir que vivamos en un engaño. Por lo tanto, planteó la idea de un genio maligno, que sería el creador del mundo ilusorio en el que vivimos y que es quien pretende engañarnos: «Supondré ahora, no que Dios, que es supremamente bueno y la fuente de la verdad, sino en cambio algún genio maligno con el más extraordinario poder, ha usado todas sus fuerzas para engañarme. Debo pensar que el cielo, el aire, la tierra, colores, formas, sonidos, y todas las cosas externas son sólo alucinaciones de sueños los cuales ha creado para engañar mi juicio». De este modo llegó a la misma conclusión que los gnósticos, que compitieron con la Iglesia católica en los primeros siglos del cristianismo. Tanto ellos como los cátaros y otras corrientes dualistas creían que nuestra realidad había sido creada por un aciago demiurgo. Sin embargo, y a pesar de su planteamiento, Descartes halló una salida para el problema: aunque el genio maligno pretenda engañarnos, uno no puede poner en duda su propia existencia. El mero hecho de dudar, implica que uno piensa. Así surgió su famoso Cogito ergo sum (Pienso, luego existo).

«Cerebros en una cubeta»

Siguiendo más o menos la misma línea de pensamiento aparece, ya en el siglo XX, una serie de pensadores que plantea lo que se ha venido en llamar la «hipótesis de los cerebros en una cubeta».

Dicha hipótesis es más bien un ejercicio teórico, propuesto por los filósofos Jonathan Dancy y Hilary Putnam, entre otros. Imagine que es usted un ser humano al que un científico diabólico ha extraído el cerebro, colocándolo en una cubeta con nutrientes que lo mantienen con vida. Sus terminaciones nerviosas han sido conectadas a un potente ordenador que genera en su mente la ilusión de que todo es absolutamente normal. Pero en realidad todo es fruto de impulsos eléctricos que llegan a su cerebro. Cada detalle está pensado al milímetro. Si usted intenta levantar la mano, el ordenador genera la ilusión adecuada para que sienta que su mano se alza. Ese sofisticado software puede incluso hacerle creer que está usted leyendo estas mismas palabras acerca de la suposición, divertida aunque bastante absurda, de que hay un diabólico científico que conecta los cerebros de la gente a un ordenador. ¿Cómo sabría usted que esto no está ocurriendo realmente?
Ahora imagine que no sólo ocurre con su cerebro, sino con el de todos los seres humanos (¿Le recuerda por casualidad al argumento de The Matrix?). Podemos pensar que el mundo consiste en una supermáquina automática que controla los cerebros y sus sistemas nerviosos. Dicha máquina está programada para crear una alucinación colectiva. Así, mientras yo creo estar hablando con usted, usted cree estar oyendo mis palabras. Éstas no llegan realmente a sus oídos –recuerde que carecemos de ellos, al igual que de órganos del habla–. En realidad, es una ilusión creada por la máquina. Ninguno de los dos estamos equivocados respecto a la existencia del otro, sólo de la apariencia real que tenemos, y de la del supuesto mundo que nos rodea. De este modo no importa que todo sea una alucinación colectiva. Porque, cuando me dirijo a usted, usted oye realmente mis palabras, aunque no de la forma en que creemos.

El juego supremo

Tras este repaso a las teorías e ideas planteadas a lo largo de la historia por pensadores, científicos y novelistas, concedamos por un momento que dicho escenario es real. Si fuera así, ¿quién se esconde tras dicha simulación? ¿Es nuestro mundo producto de la mente de una superinteligencia que lo domina y controla todo? ¿Podríamos ser el resultado de un experimento informático elaborado por una civilización supertecnificada?
Una de las ideas más extendidas entre aquellos pensadores –y presente en algunas doctrinas religiosas y esotéricas– plantea que podríamos ser participantes en un gigantesco juego de dimensiones cósmicas. Si esta hipótesis fuese acertada, cabrían numerosas variaciones igualmente inquietantes: Una posibilidad es que seamos meros jugadores inconscientes, manejados y manipulados al antojo de un ser superior, a modo de simples personajes de un videojuego. Otra opción –más atractiva y tranquilizadora– propone que somos igualmente jugadores, pero de forma «voluntaria».

En este último supuesto, seríamos «entidades espirituales», individuos de la «auténtica realidad» que hemos decidido participar en este juego, aunque habríamos olvidado por completo nuestro verdadero origen. De este modo, el nacimiento sería el comienzo de una nueva «partida», y la muerte el final del juego. Tal experiencia podría ser una compleja forma de ocio –similar a nuestros videojuegos informáticos– o algún tipo de aprendizaje espiritual, similar a lo que conocemos como reencarnación.

También cabe la posibilidad –las variaciones son casi infinitas, y están sólo limitadas por nuestra imaginación– de que este mundo virtual no sea ningún tipo de divertimento o de «mecanismo espiritual», sino una forma de castigo o tortura en alguna sociedad ultratecnificada. ¿Qué mejor cárcel que un universo completo, ilusorio, en el que no se recuerde nada de la existencia genuina y donde pueda «recluirse» al delincuente por tiempo indeterminado?
De cualquier modo, si todas estas hipótesis y teorías son ciertas, lo más seguro es que la única forma de comprobarlo llegue tras nuestra muerte. Quizá entonces despertemos de un profundo sueño para vernos tumbados en una camilla, conectados mediante cables y artilugios futuristas a un sofisticado ordenador en cuya pantalla aparece la frase «Game Over».





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