20 de marzo de 2016

¿VIVEN ALIENÍGENAS ENTRE NOSOTROS?

¿Podrían ser efectos observables de actividad extraterrestre ciertos avistamientos, abducciones y fenómenos inexplicados? No se trata de fantasías, sino de escenarios factibles sobre los cuales algunos investigadores científicos especulan y ejercen una crítica racional. Algunos cálculos apuntan que por cada civilización de un desarrollo similar a la humana, podría haber decenas de millones de otras mucho más avanzadas y de dimensiones galácticas.
                                      

Si alguien le dijera que un equipo de alienígenas sabe de usted más que su familia y sus amigos más íntimos, probablemente sonreiría mientras piensa que esa persona debería ver a un psiquiatra. Sus sospechas aumentarían si su interlocutor añadiera que es posible que dichos extraterrestres puedan reprogramar en parte su mente y hasta ciertas condiciones de su entorno, sin que usted advierta el mínimo indicio de su actividad.

Sin embargo, este escenario no es fruto de ninguna fantasía delirante, sino de un impecable ejercicio racional. Se trata de una de las hipótesis sobre las cuales reflexionan muchos científicos.

En nuestra galaxia, el Sol es una estrella joven entre miles de millones de estrellas mucho más antiguas. En el Universo observable existen billones de soles que superan ampliamente la edad del nuestro. Incluso manejando cálculos conservadores, la vida inteligente debería haberse desarrollado en otros sistemas planetarios y haber evolucionado en éstos mucho más tiempo que en el nuestro.

En su libro El universo inteligente (Ed. Debate), publicado hace ya algunas décadas, el prestigioso astrofísico Fred Hoyle se preguntaba: «¿cómo llamaríamos a los individuos de una civilización extraterrestre que nos llevara algunos milenios de ventaja en términos tecnológicos?». «Todo lo que hicieran –añadía–, nos parecería magia, aunque fuese física».

Nada impide que mediante técnicas como la ingeniería genética hubieran desarrollado cerebros de una capacidad inimaginable para nosotros. O que hubiesen alcanzado un dominio notable sobre el espacio y el tiempo, hasta el extremo de poder viajar a universos paralelos. O que hubieran conquistado la «inmortalidad», mediante una tecnología capaz de transferir su conciencia y toda la información psíquica de sus mentes a nuevos soportes mucho más eficaces que nuestro rudimentario hardware biológico.

En este caso, no cabe duda de que a esos alienígenas les llamaríamos «dioses». Francis Crick –el codescubridor del ADN– planteó la hipótesis de que una civilización de ese perfil sembrara la vida en la Tierra. Nada impide que ésta –incluyendo a nuestra especie– sea un diseño inteligente y parte de un experimento, o que esos seres nos observen desde la época de los homínidos y tengan de nuestra historia un conocimiento notablemente más riguroso y detallado que el nuestro, incluyendo, por ejemplo, el registro visual del asesinato de Julio César. Incluso cabe preguntarse: ¿podríamos ser una reserva ecológica protegida, inmersa en una civilización de grandes dimensiones?
En un artículo titulado Universos branas, el principio subantrópico y la conjetura de indetectabilidad, publicado en Internet en 2003 (http://arxiv.org/abs/physics/0308078), la doctora Beatriz Gato Rivera, especialista en Física de Partículas Elementales y en Física Matemática, aborda este fascinante escenario y contempla la posibilidad de que nuestra cultura humana esté inmersa en una mucho más avanzada de dimensión galáctica, sin que seamos conscientes de ello. Nuestra ignorancia de dicha situación sería análoga a la de un grupo de gorilas de montaña en relación a la cultura planetaria del hombre.

Para esta científica española, dicho escenario no puede descartarse si se cumplen dos condiciones. La primera supone que los terrestres no somos típicos entre los habitantes inteligentes del Universo, sino muy primitivos. Los observadores inteligentes típicos pertenecerían a galaxias que nos llevan cientos de miles o millones de años de evolución. La magnitud de esas inteligencias podrían implicar una distancia muy superior a la que separa la nuestra de otros animales. La doctora Gato Rivera denomina a esta condición «principio subantrópico».

La segunda consistiría en lo que ella misma llama «conjetura de indetectabilidad». Según ésta, todas las civilizaciones avanzadas camuflan sus planetas por razones de seguridad, de modo que los observadores externos no puedan detectar señal alguna de actividad inteligente, o sólo obtener datos distorsionados de carácter disuasorio para desalentar cualquier aproximación.

En el caso de civilizaciones grandes, de dimensiones galácticas, las comunicaciones
interplanetarias entre distintas bases o asentamientos también podrían camuflarse. Recientemente, dos científicos de la Universidad de Hawai, Walter Simmons y Sandip Pakvasa, han propuesto un sistema protegido de este tipo: los alienígenas dividirían sus mensajes en dos grupos de fotones y los emitirían en direcciones opuestas del espacio, hasta unos espejos que los reconducirían hacia su destino final, donde las señales se volverían a recombinar para reconstruir el mensaje original. Si esta sencilla solución de fragmentación y recombinación se encuentra al alcance de una inteligencia primitiva como la terrestre, parece claro que una cultura alienígena avanzada debería haber desarrollado sistemas mucho más perfectos para ocultar sus comunicaciones y su existencia.

Los motivos para explicar esta conducta pueden ser varios: protegerse de civilizaciones avanzadas agresivas, no interferir en la evolución de las más primitivas, o mantener libre de intervenciones extrañas a distintos sistemas sometidos a observación.

Por tanto, lo que propone la doctora Gato Rivera no sólo es plausible, sino que también rebate algunos argumentos escépticos. Por ejemplo, el expuesto por Ken D. Olum en un reciente artículo –Conflicto entre razonamiento antrópico y observación– que, basándose en el modelo de la inflación cosmológica perpetua, estima que, de cada cien millones de seres inteligentes en el Universo, todos menos uno pertenecerían a una civilización galáctica. Para este autor, el principio antrópico indicaría que nosotros deberíamos pertenecer a una de ellas y no es así. Por ello, concluye que hay algo erróneo en este razonamiento, avalando «la paradoja del alienígena ausente», formulada por Enrico Fermi en los años 50.

Sin embargo, como observa Gato Rivera, Olum comete dos errores. Por un lado, supone que deberíamos ser «observadores inteligentes típicos» y, por otro, piensa que pertenecer a una civilización avanzada de ese tipo significa ser ciudadano de la misma. Sin embargo, los gorilas están inmersos en una cultura planetaria humana, pero ni son conscientes de ello ni pueden considerarse ciudadanos de la aldea global. Lo mismo podría decirse del hombre de Neandertal, o de los grupos humanos primitivos que residen en el corazón de las selvas.
«La conjetura de indetectabilidad» plantea un escenario inquietante. Nada impide que exista una civilización extraterrestre avanzada en nuestro propio sistema solar. O que, a imagen de lo que propone 2001, una Odisea del Espacio, Júpiter sea la puerta que conduce a ella, o que exista un medio paradisíaco bajo el manto gaseoso de este cuerpo, en el cual la Tierra cabe más de 300 veces. O que haya una supercultura bajo la superficie de Marte, o bases avanzadas bajo el mar terrestre o en cualquier otro punto.

Más aun: los cuerpos celestes que nos parecen inhabitables debido a nuestras observaciones, podrían albergar civilizaciones con una tecnología capaz de proyectar un escudo de informaciones falsas para disuadirnos de intentar cualquier aproximación. Como en la naturaleza, este mimetismo lanzaría mensajes del tipo: «cuidado, no se acerque, veneno letal». O la imagen de páramos desprovistos de atractivo y recursos, para mantenerse a salvo de la codicia predadora de otros alienígenas avanzados y agresivos.

ALIENÍGENAS INDETECTABLES

No es inconcebible, incluso, que una civilización de ese tipo pudiera llegar a convertir a su planeta en invisible e indetectable desde el exterior, o que se desplazara por la galaxia y por nuestro sistema solar en un planetoide de grandes dimensiones. Bastaría con que dispusiera de una tecnología capaz de captar todos los datos del espacio cósmico sobre el cual se desplaza y proyectarlos hacia los observadores potenciales, al mismo tiempo que oculta los efectos de su campo gravitatorio, absorbe o deriva en otra dirección todas las señales que otros emiten en su dirección y que cuenta con mecanismos para no emitir ninguna radiación. La forma de hacerlo puede apreciarse en la imagen del «hombre invisible», cubierto por un traje basado en este principio que acabamos de describir (ver foto). ¿Acaso no está desarrollando nuestra primitiva civilización tecnológica aviones y submarinos «invisibles» al radar? ¿No es posible que se logre proyectar la imagen del cielo limpio que hay detrás de una aeronave por el mismo sistema que ilustra el «hombre invisible»? En este escenario, los alienígenas podrían observarnos desde una distancia cercana sin que pudiéramos advertirlo. Incluso podrían situar su planetoide viajero entre la Tierra y la Luna, sin estorbarnos la visión de nuestro satélite.

Examinemos los argumentos escépticos a la existencia de extraterrestres inteligentes en nuestro entorno. Si están aquí, ¿por qué no establecen contacto con nosotros? Entre otras muchas posibles respuestas, parece claro que si descubrimos a un grupo de homínidos nuestros antropólogos se las ingeniarían para observarlos sin darse a conocer. Otra objeción de los escépticos señala que nuestros visitantes extraterrestres no hubiesen suele realizado una empresa tan costosa como llegar a la Tierra «para nada». En consecuencia, deberían estar interesados en nuestros recursos, o en recabar información de primera mano, o en formalizar pactos, o en someternos a sus designios.

Pero se trata de razonamientos burdos. El primate humano no concibe que un observador no esté interesado en arrebatarle los plátanos, o en esclavizarlo y explotarlo como él hizo y hace con sus congéneres, o que éste no esté interesado en transformarse en el macho dominante de su horda o en «el rey del mundo», con el monopolio sobre todas sus hembras y sus recursos.

Sin embargo, si el mono humano es inteligente y observador, estaría en condiciones de detectar algunos indicios indirectos de la presencia alienígena. Una civilización galáctica avanzada podría, por ejemplo, suscitar experiencias concretas como estímulo que le permita estudiar las respuestas humanas: visiones angelicales, éxtasis místicos, avistamientos OVNI, fenómenos paranormales, apariciones fantasmales, etc. Nada impide tampoco que diseñara estados alterados de conciencia durante los cuales se simulasen contactos con alienígenas, como parte de un ambicioso programa previo para preparar un contacto efectivo o con cualquier otro objetivo inimaginable para nosotros.

En ocasiones su interés podría recaer en un individuo aislado, perfectamente anónimo y superfluo desde la perspectiva de nuestros criterios de interés e importancia, pero no sólo para convertirlo en objeto de observación o de experimentación. Como observa Gato Rivera, el objetivo del alienígena podría ser simplemente lúdico –jugar con ese simpático humano, transmitirle información que lo convierta en profeta o fenómeno de masas, divertirse con sus reacciones de orgullo y su creciente sentimiento de ser especial–, o bien perseguir una finalidad altruista: ayudarle a evolucionar como entidad psicoespiritual y conseguir que desarrolle todo su potencial.

Como es obvio, las motivaciones de unos alienígenas muy avanzados serían en buena medida inconcebibles para nuestro nivel de inteligencia. Un mono no puede sospechar qué finalidad persigue un hombre leyendo un libro o intentando resolver una ecuación. Esa distancia biológica y cultural, o incluso una mucho mayor, podría ser la que nos separa de una civilización alienígena avanzada, en la cual estuviéramos inmersos sin tener conciencia de ello, como sucede con los gorilas en relación a la cultura planetaria de la Humanidad.

Hasta hace poco tiempo, nuestro concepto de inteligencias extraterrestres era demasiado antropocéntrica. Sólo les atribuíamos una tecnología muy superior y, en el mejor de los casos, una inteligencia y afectividad calcada de nuestros ideales y modelos de «hombres superiores».

Pero este concepto resulta pueril. La inteligencia y la afectividad de semejantes seres podría ser tan incomprensible y misteriosa para nosotros como es la nuestra para las abejas o las hormigas. Nada impide que la idea de un contacto con nosotros resultara tan exótica para ellos como para usted la de dialogar con una ameba. Sus objetivos e intereses no tienen por qué tener nada en común con los nuestros. Al menos, esta podría ser la situación en relación a muchas civilizaciones avanzadas para las cuales la forma de vida humana resultase demasiado alejada de la suya.

SERES DE OTROS MUNDOS

Sin embargo, si las estimaciones son correctas, también existiría un número importante de extraterrestres cuyo grado de semejanza o simpatía por los humanos fuese mucho mayor. En buena lógica, la presencia de observadores alienígenas de este tipo sería la más probable en nuestra proximidad, por la sencilla razón de que la mayor afinidad tendería a seleccionar preferentemente a las civilizaciones que nos encontraran interesantes.

De cualquier modo, todo lo que hicieran nos parecería muy raro y hasta ilógico. Este aspecto debe tenerse en cuenta cuando se analizan los testimonios de personas que declaran haber sido abducidas, o haber visto alienígenas. Juzgar la veracidad de las versiones que dan sobre los supuestos extraterrestres, con nuestros criterios de lo que es lógico que hicieran los seres de una cultura alienígena avanzada, no resulta sensato ni razonable. Más bien deberíamos emplear un criterio de de semejanza, dando mayor probabilidad a aquellos testimonios que describen conductas completamente inexplicables desde una perspectiva humana.

Es probable que debamos aplicar a las civilizaciones inteligentes llamadas «típicas», algunos de los atributos que los humanos hemos atribuido a lo que denominamos Dios: «sus caminos no son nuestros caminos y sus pensamientos tampoco son los nuestros». Por poco que se diferenciaran los planetas en los cuales ellos evolucionaron del nuestro, basta con ver la diversidad de formas de vida que alberga la Tierra para deducir hasta qué punto podrían ser distintos de nosotros.





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