Conforme van pasando las horas se va confirmando que se va a llevar a cabo un ataque contra Siria en breve,
y que va a ser sin la aprobación del Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas y sin tener las pruebas
de la autoría de los ataques químicos, que es algo en lo que sospechosamente parece no estar intere-
sada la coalición de países que va a liderar Estados Unidos.
Estados Unidos y Europa se hallan sumidos en la mayor crisis financiera desde el periodo de entreguerras.
Las grandes crisis se pagan con grandes guerras y la caída de Siria es requisito imprescindible
para la desestabilización de toda la región de Oriente Medio como paso previo a una gran guerra entre musul-
manes sunitas y chiitas, que afectaría principalmente a Líbano, Siria, Irak e Irán.
Si finalmente se consigue provocar esa guerra regional y no se internacionaliza, se generarían grandes
beneficios con la venta de armas durante el enfrentamiento. Pero sin duda, el gran negocio se produciría
tras la eventual caída del poder chiita, con la adjudicación de los grandes proyectos de infraestructuras y
de extracción de hidrocarburos a grandes corporaciones internacionales durante la supuesta 'transición
a la democracia' y reconstrucción de los países destruidos. Por otra parte, la devastación y el vacío de poder
permitirían colocar más
Gobiernos títeres y bases militares cercanas a Rusia y China, las dos únicas potencias capaces de competir
a medio plazo con la gran hegemonía estadounidense y sus aliados.
La estrategia de desestabilización progresiva y caos controlado ha dado siempre muy buenos resultados.
Fue inaugurada con la creación de Al Qaeda para luchar en Afganistán contra la Unión Soviética en los años
ochenta del siglo pasado. Tras el éxito cosechado en Asia Central con un ejército de mercenarios y
radicales fundamentalistas reclutados en todo el mundo musulmán, entrenados en Pakistán y financiados
por los wahabitas saudís, el Pentágono entendió que se trataba de una táctica que ofrecía el máximo beneficio
con el mínimo esfuerzo, en el sentido de que se ahorraba en bajas militares estadounidenses. La misma
estrategia sería utilizada en los conflictos de Chechenia, la antigua Yugoslavia y Kosovo, con el fin de debilitar
a la zona natural de influencia rusa tras la desintegración de la Unión Soviética.
Los autoatentados del 11-S significaron la consagración pública de la estrategia, que hasta entonces había
sido secreta. La 'guerra contra el terror' subsiguiente sometería a Afganistán y a Irak, y prepararía el terreno
hacia la situación en la que nos encontramos.
Las primaveras árabes han sido la más reciente puesta en práctica de la estrategia, que tiene en Libia su
máximo exponente de alta rentabilidad con una inversión mínima. El que fuera el país más rico de África pasó a
ser un infierno en pocas semanas, con más de un millón de muertos ocasionados por los bombardeos de la
OTAN y las posteriores masacres de las milicias islamistas. Un negocio redondo y vítores para el general
Sarkozy,
que consiguió crudo barato para las empresas petrolíferas francesas y británicas. Y por si fuera poco, tras el
asesinato de Gaddafi miles de yihadistas fueron enviados a Turquía para ser introducidos en Siria, mientras
otro contingente se dirigiría a desestabilizar África central desde Mali y Nigeria como paso previo a su
neocolonización occidental.
Siria ha sido la última víctima de la maquiavélica estrategia. Tras más de dos años de guerra y más de
100.000 muertos, ni la campaña de intoxicación mediática, ni el Ejército Libre Sirio, ni los yihadistas de
Al Qaeda
han conseguido doblegar a un Ejército sirio que se sobrepone progresivamente sobre el terreno a unas
milicias formadas principalmente por mercenarios de diferentes nacionalidades, especialmente chechenos,
libios, somalíes y fundamentalistas europeos.
La coalición antisiria ha tomado conciencia de la poca rentabilidad que se ha obtenido tras la ingente
inversión en logística, adiestramiento, inteligencia y armamento. Y ya no es posible ocultar más tiempo
a la opinión pública occidental que se trata de una guerra sucia, con el drama humanitario que ello está
provocando.
Este desperdicio de recursos y medios sin resultados, unido al progresivo desprestigio internacional de la
coalición antisiria, ha llevado al Pentágono a plantearse un cambio de táctica, que ha consistido en atribuir a
Al Assad la culpabilidad de un sospechoso ataque químico cuya autoría probablemente nunca conozcamos, y
repetirlo hasta la saciedad a través de los medios de comunicación de masas dominados por el gran capital,
como pretexto para ejecutar un ataque relámpago, de tal manera que ni las instituciones internacionales
ni las opiniones públicas tengan tiempo de reaccionar ni pronunciarse al respecto.
El ataque a Siria es de una complejidad geoestratégica excepcional, y se corre el peligro de que la
desestabilización prevista para la región pueda llegar a descontrolarse e internacionalizarse. Cabe
recordar que Siria no solo es aliado de Hezbolá en el Líbano y de Irán, con el que tiene tratado de defensa
mutua, sino que Rusia y China también tienen intereses en la región. Pese a la gran incertidumbre, y con
el riesgo de caer en política-ficción, a grandes rasgos pueden darse dos escenarios extremos tras el ataque.
El primero y menos dramático sería que, una vez destruidos todos los recursos e infraestructuras militares
con que cuenta el estado sirio para su defensa, se produciría una entrada simultánea de miles de yihadistas
desde Jordania y Turquía, donde se han ido reclutando y entrenando después de que se produjera una
extraña y sospechosa huida en masa de prisioneros de Al Qaeda de diferentes cárceles de nueve países
diferentes hace un mes. Estos escuadrones de la muerte acabarían con un Ejército sirio diezmado y mal
equipado tras los bombardeos, y sembrarían el pánico entre la población. Una vez controlada Siria,
atacarían posteriormente a Hezbolá en el Líbano, quizás con la ayuda oculta de Israel, y someterían al débil
Gobierno chiita iraquí. Tras el dominio de estos dos países, un gran ejército islamista más o menos
coordinado atacaría a Irán, presumiblemente armado y comandado por los servicios de inteligencia
occidentales y el Mossad. Toda la operación sería presumiblemente financiada con petrodólares saudíes y
cataríes. Tras el desmantelamiento del eje chiita, la región sería dividida en varias zonas de base
confesional siguiendo el plan para la creación de un Nuevo Oriente Medio.
El peor de los escenarios sería el estallido de una guerra mundial a medio plazo a consecuencia de
una guerra regional mal gestionada, ya que el cierre del estrecho de Ormuz y la destrucción de pozos
petrolíferos provocaría un auge del precio del crudo que afectaría a la economía global y contraería
el comercio internacional. En un mundo global interconectado, la contracción del comercio mundial
provocaría desabastecimiento y desaparición súbita de los servicios públicos e incluso falta de alimentos
en muchos países, lo que su vez desataría estallidos sociales generalizados y violentos, especialmente
en el continente europeo. Los países se refugiarían en sí mismos y reaparecerían los nacionalismos
excluyentes y el proteccionismo económico de subsistencia, en muchos casos para conseguir una simple
seguridad alimentaria. Por último, se produciría la militarización de algunas potencias, que
llevaría muy probablemente a una conflagración nuclear que sin duda provocaría la desaparición de
la especie humana de la faz de la Tierra.
¿Debemos permitir que la codicia de unos pocos lleve a toda la humanidad al borde del abismo?
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