Dos monjes rezan continuamente, uno está preocupado, el otro sonríe. El primero le pregunta: «¿Cómo es posible que yo viva angustiado y tú feliz, si ambos rezamos el mismo número de horas?». El otro le responde: «Es que tú siempre rezas para pedir, en cambio yo sólo rezo para dar gracias»
Desde niños nos han enseñado que dar las "gracias" es un signo de "educación", al grado de que la palabra ha perdido su significado para convertirse en una simple fórmula de cortesía, un vocablo demostrativo cuya única función es aclarar que nuestros padres hicieron un buen trabajo al civilizarnos. Hemos reemplazado las virtudes por los códigos, decimos "gracias" en lugar de ser agradecidos, decimos "por favor" en lugar de ser humildes.
Damos las "gracias" muchas veces cada día, por salir del paso, por finalizar una conversación, incluso por sarcasmo, pero casi nunca por genuina gratitud. Aunque la gratitud sea justamente eso: reconocer, al nombrarla, la gracia; es decir la dádiva, el regalo que se nos otorga.
Nuestra atención está mucho más enfocada en la carencia, en aquello que queremos y que nos falta, por eso la vida nos parece tormentosa, una acumulación infinita de deseos insatisfechos. Apenas obtenemos algo,